martes, 8 de diciembre de 2009

VIDA DE ESOPO, EL FRIGIO


Nada sabemos de cierto sobre el nacimiento de Homero ni de Esopo: apenas conocemos los más notables hechos de su vida; cosa sorprendente es esta, puesto que no desecha la historia noticias menos agradables y mucho menos provechosas. ¡Cuántos destructores de naciones, cuántos príncipes sin mérito han encontrado quien nos comunicase hasta los pormenores más insignificantes de su vida! ¡E ignoramos los más importantes acontecimientos de las de aquellos dos insignes varones, que son tal vez los que mayores méritos han contraído con la posteridad! Porque Homero, á más de ser el padre de los dioses, lo es también de los buenos poetas. En cuanto á Esopo, soy de parecer que se le debe colocar en el número de los sabios que tanto lustre dieron á la Grecia, puesto que enseñaba la verdadera sabiduría, y la enseñaba con arte más exquisito que los que dan de ella definiciones y reglas. Verdad es que han llegado hasta nosotros las vidas de esos dos grandes hombres, pero la mayor parte de los doctos las consideran fabulosas, tanto la una como la otra, y aún más particularmente la del segundo, que escribió Planudio. No he querido inmiscuirme en estas críticas; vivía Planudio cuando la memoria de lo que pudo acontecerle á Esopo no estaba aún borrada, y creo, por tanto, que sabía por tradición lo que nos dijo de él. En esta creencia, he seguido su relato, suprimiendo solamente lo que me ha parecido sobradamente pueril ó poco decoroso.
Esopo era frigio, de un pueblo llamado Amorium. Nació en la olimpiada LVII, unos doscientos años antes de la fundación de Roma. No es fácil decidir si tuvo que dar gracias á la naturaleza ó quejarse de ella, porque, dotándolo de ingenio muy perspicaz, hízolo tan feo y deforme, que apenas tenía figura humana, y hasta le negó casi por completo el habla. Con estos defectos, aunque no hubiera nacido esclavo por condición, no hubiera dejado de caer en tan triste suerte. Por lo demás, su espíritu se mantuvo siempre libre é independiente de la fortuna.
El primer dueño que tuvo le envió al campo á labrar la tierra, sin duda porque le juzgó incapaz de otro trabajo, ó por apartar de la vista objeto tan desagradable. Sucedióle que aquel amo fue á visitar su granja cierto día, y un labriego le regaló higos: pareciéronle muy buenos, y los hizo guardar, previniendo á su mayordomo, llamado Agathopo, que se los presentase al salir del baño. Quiso la mala suerte que Esopo tuviese que entrar en la granja. Así que lo advirtió Agathopo, aprovechó la ocasión y comió los higos en unión de algunos camaradas; echaron después la culpa al Frigio, creyendo que no podría justificarse, tan balbuciente era, y tan idiota les parecía. Los castigos que los antiguos aplicaban á sus esclavos eran muy duros, y muy grave aquella falta. El pobre Esopo se echó á los pies de su amo, y explicándose como pudo, pidió, por única gracia, que se suspendiese breves momentos su castigo. Otorgada la merced, buscó agua tibia, bebióla en presencia de su señor, metióse los dedos en la boca y sucedió lo que era natural; pero no arrojo más que agua. Cuando se hubo justificado de tal suerte, indicó por señas que hicieran lo mismo los demás: quedaron todos sorprendidos; no podían creer que saliera de Esopo tal estratagema. Agathopo y sus camaradas afectaron no inmutarse: bebieron agua tibia como había hecho el Frigio, y se metieron también los dedos en la boca, pero sin ahondar mucho. Esto no obstante, hizo su efecto el agua, y puso en evidencia los higos, aún crudos y carmesíes. Esopo quedó disculpado, y sus acusadores recibieron doble castigo, por su glotonería, y por su perfidia.
Al día siguiente, después que partió el amo, estando el Frigio en su faena cotidiana, algunos, caminantes extraviados (hay quien dice que eran sacerdotes de Diana) le rogaron, en nombre de Júpiter Hospitalario, que les indicase el camino que conducía á la ciudad. Esopo les invitó á descansar á la sombra; ofrecióles luego una ligera colación, les sirvió de guía y no les abandonó hasta haberles puesto en el camino que buscaban. Aquellas buenas gentes alzaron las manos al cielo, rogando á Júpiter que no dejase sin recompensa su buena acción. Apenas se separó de ellas, Esopo quedó dormido por el cansancio y el calor, y soñó que la Fortuna se llegaba á él, le desataba la lengua, y le hacía don, al mismo tiempo, de aquel arte maravilloso del que bien puede decirse que ha sido autor. Gozoso de tal aventura, despertó de pronto diciendo: «¿Qué es esto? mi voz suena clara y segura; pronuncio bien arado, rastrillo y todo lo que quiero.» Aquella maravilla dio lugar á que cambiase de dueño. Fue el caso que un tal Zenas, que estaba allí de administrador, y tenía la inspección de los esclavos, apaleó á uno de ellos bárbaramente por una falta insignificante, y Esopo no pudo resistir el noble afán de reprenderlo, amenazándolo con dar cuenta de sus malos tratos. Zenas, para zafarse, vengándose de él al propio tiempo, dijo al señor que había acontecido un prodigio en su casa; que el Frigio había recobrado la palabra; pero que se servía de ella para blasfemar y maldecir de su amo. Creyó éste lo que le decía su administrador, y aun hizo más, porque le entregó á Esopo como esclavo, autorizándole para hacer de él lo que quisiera. Encontró Zenas á un mercader, que le pidió le alquilase una bestia de carga. «No puedo complacerte en eso, respondióle, pero te venderé uno de nuestros esclavos, si te acomoda.» Así diciendo, hizo venir á Esopo y al verlo exclamó el mercader: «¿Es que te burlas de mí, proponiéndome la compra de ese mamarracho? Lo tomarían por un odre.» Y se despidió de ellos, medio riendo y medio murmurando. Esopo lo llamó y le dijo: «Cómprame sin miedo: de algo te serviré. Si tienes niños que alboroten y hagan males, mi fealdad les hará callar; haré para ellos el papel del coco.» Aquella salida hizo gracia al mercader. Compró á nuestro Frigio por tres óbolos, y dijo chanceándose: «!Loados sean los Dioses! No hago una gran compra, pero poco dinero me cuesta.»
Entre otras cosas, traficaba con esclavos aquel comerciante, y caminando hacia Efeso para deshacerse de los que tenía, los objetos que debían llevar para la comodidad del viaje fueron repartidos entre todos, según su categoría y sus fuerzas. Pidió Esopo que se tuviera en cuenta su escasa talla, alegando además que era recién venido, y debía ser tratado, con alguna consideración. «No llevarás nada, si no quieres,» dijeron sus camaradas. Esopo, picado en su honrilla, quiso llevar carga, como los demás. Dejáronle elegir, y tomó el canasto del pan: era la carga más pesada. Creyeron que lo hacía por falta de discernimiento; pero á la primera comida el pan comenzó á menguar, y á aligerarse la carga del Frigio; lo mismo sucedió á la cena, y á la comida del día siguiente; de manera que á la segunda jornada iba de vacío, y todos admiraban su perspicacia.
El mercader se deshizo de todos sus esclavos en Efeso, sin más excepción que un gramático, un cantor y Esopo. A estos llevólos á vender á Samos. Antes de presentarlos en la plaza, vistió á los dos primeros lo mejor que pudo, como quien quiere hacer gala de su mercancía. Esopo, por lo contrario, iba mal cubierto con un saco, y fue colocado entre sus dos compañeros para darles mayor lustre. Presentáronse varios compradores, entre ellos un filósofo, llamado Xanto. Preguntó éste al gramático y al cantor qué sabían hacer: «Todo», respondieron. Echó á reír el Frigio al oírlo, haciendo un gesto tan espantoso, que poco faltó para que todos huyesen despavoridos; así lo refiere Planudio. El mercader pidió mil óbolos por el cantor, y tres mil por el gramático, y ofrecía dar á Esopo de balde, si le compraban uno de ellos. El alto precio puesto al gramático y al cantor disgustó á Xanto; pero, por no volver á casa sin comprar algo, le aconsejaron sus discípulos que adquiriese aquel hombrecillo que tan grotescamente había reído: les serviría de espantajo y divertiría á las gentes con sus visajes. Xanto se dejó persuadir y dio por Esopo sesenta óbolos. Antes de cerrar el trato, preguntóle, como había preguntado á sus camaradas, de qué servía; Esopo contestó: «De nada», puesto que los otros dos lo habían tomado todo para ellos. Los empleados de la aduana no se atrevieron á exigir cantidad alguna á Xanto por su compra, y le dejaron entrar de balde aquel esclavo tan inútil.
Xanto tenía una esposa, de gusto bastante delicado, y á quien no parecía bien toda clase de sirvientes. Presentarle como una adquisición seria su nuevo esclavo, hubiera sido una burla, que la hubiera enojado; parecióle mejor tomar la cosa á broma. Fue, pues, á su casa, y dijo que acababa de comprar un joven esclavo, como no había en el mundo otro de gallardo y hermoso. Las doncellas que servían á su mujer, al oír tan fausta nueva, pensaban ya pelearse para tenerlo por servidor, pero todas quedaron asombradas cuando apareció el ridículo personaje. La mujer del filósofo dijo, al verlo, que le llevaban aquel monstruo para echarla de casa, y que estaba cansada de ella su marido. Cruzáronse de palabras, y se acaloró la contienda hasta el punto que la esposa reclamó su haber y quiso irse con sus padres; pero, tanto hicieron Xanto con su paciencia y Esopo con sus agudezas, que se arregló la cuestión: no habló mas la mujer de marcharse, y es tal la fuerza de la costumbre, que sin duda borró en parte la fealdad del nuevo esclavo.
Dejaré aparte multitud de pequeñeces en que dio á conocer la vivacidad de su ingenio, porque, aunque sirven para apreciar su carácter, no son de tal importancia que merezcan pasar á la posteridad. Citaré solamente un rasgo de su buen sentido y de la ignorancia de su amo. Fue éste á un huerto para escoger por sí mismo una ensalada. Cogidas las yerbas, rogóle el hortelano que le aclarase una duda que tenía: cómo era que las yerbas que plantaba y cuidaba con gran esmero, no prosperaban como las que producía la tierra sin cultivo alguno. Contestó Xanto que esto era debido á la Providencia, como suelen decir siempre los que no saben qué contestar. Soltó Esopo la carcajada, y llamando aparte á su dueño, aconsejóle decir al hortelano que le había dado una contestación tan general porque la pregunta no era digna de él; que se la hiciese á su sirviente, y éste le satisfaría. Xanto fue á pasear hacia la otra parte del huerto, y Esopo comparó la tierra á una mujer, que teniendo hijos del primer marido, se casa con otro, que tenga también hijos de un matrimonio anterior: seguro es que la nueva esposa los verá con malos ojos y les regateará el sustento, en beneficio de los suyos propios. Esto le pasa á la tierra, que adopta con dificultad las producciones del trabajo y del cultivo, reservando toda su ternura y sus beneficios para sus producciones propias: es madrastra de las primeras, madre amantísima de las segundas. El hortelano quedó tan contento de aquellas razones, que ofreció á Esopo todo lo que tenía en el huerto.
Ocurrió á poco un serio disgusto entre el filósofo y su mujer. Estando aquél en un banquete, apartó algunas golosinas y dijo á Esopo: «Lleva esto á mi buena amiga.» Esopo lo llevó á una perrita que hacía las delicias de su amo. Xanto, al volver á casa, preguntó si había parecido bien su presente. Contestó su mujer que no sabía nada. Llamaron á Esopo, para salir de dudas, y su dueño, que buscaba pretextos para castigarle, le preguntó si no le había dicho bien claro «lleva de mi parte estos bocadillos á mi buena amiga». Esopo replicó que por buena amiga no podía entenderse el ama de casa, que por cualquier fruslería amenazaba con el divorció, sino la perrita, que lo aguantaba todo, devolviendo caricias por golpes. El filósofo quedó cortado; pero su mujer se encolerizó tanto, que se separó de él. No hubo pariente ni amigo á quien no acudiese Xanto para que le hablase; pero de nada servían súplicas ni razones. Esopo apeló á una estratagema; compró mucha caza, como para una boda de rumbo, y se hizo el encontradizo con uno de los criados de su ama. Preguntó éste qué significaban aquellos preparativos; contestóle Esopo que su amo, en vista de que su mujer no volvía á casa, iba á casarse con otra. Apenas llegó á la dama la noticia, por celos, ó por espíritu de contradicción, fue á vivir con su marido. Pero guardaba siempre rencor á Esopo, que todos los días hacía nuevas jugadas á su señor, y todos los días se libraba del castigo por alguna sutileza. No podía nunca el filósofo pillarlo en descubierto.
Un día de mercado, queriendo obsequiar á algunos amigos, le envió á comprar lo mejor que encontrase, y nada más. «Yo te enseñaré, dijo el Frigio en sus adentros, á especificar lo que quieras sin fiarlo á la discreción de un esclavo.» Y no compró más que lenguas, aderezándolas con toda clase de salsas. El primer plato, el segundo, los intermedios, todo eran lenguas. Los convidados elogiaron al principio la elección de aquel manjar; pero al fin se cansaron de él. «¿No te encargué, dijo Xanto, que compraras lo mejor que encontrases?—¿Y hay algo mejor que la lengua? respondió Esopo. Ella es el vínculo de la vida civil, la llave de las ciencias, el órgano de la verdad y la razón; por ella son construidas y gobernadas las ciudades; por ella son los hombres educados y persuadidos; por ella cumplimos el primero de nuestros deberes, que es alabar á Dios.—Pues bien, replicó Xanto, ganoso de confundirlo; comprarás mañana lo peor que encuentres. Estos mismos amigos vendrán á comer. En la variedad consiste el gusto.» Al día siguiente hizo servir Esopo los mismos platos, diciendo que en el mundo no hay cosa peor que la lengua. «Es la madre de todas las contiendas, la nodriza de todos los procesos, el manantial de todas las disensiones y guerras. Cierto que es el órgano de la verdad, pero también lo es del error, y de algo peor, de la calumnia. Por ella son destruidas las ciudades; por ella se impone la perversidad; si, por una parte, alaba á los Dioses, por otra parte, blasfema contra ellos.» Uno de los convidados dijo á Xanto que en verdad le era muy provechoso aquel siervo, porque mejor que nadie sabía ejercitar la paciencia de un filósofo. «¿Y por qué habéis de incomodaros? repuso Esopo.—Búscame, pues, replicó Xanto, un hombre que no se incomode por nada.»
Esopo fue el día siguiente á la plaza y viendo á un labriego que lo miraba todo con la frialdad y la indiferencia de una estatua, lo condujo á presencia de su dueño. «Aquí tenéis, le dijo, el hombre sin cuidados, que buscáis.» Xanto ordenó á su mujer que calentase agua y lavase ella misma los pies a su nuevo huésped. Dejóla hacer el labriego, aunque bien sabía que no era merecedor de tanta honra; pero pensaba que quizás sería costumbre del país. Hiciéronle sentar en el mejor sitio de la mesa; y ocupó aquel lugar sin embarazo alguno. Durante la comida, Xanto no hizo más que criticar al cocinero; no encontraba nada bien. Lo que estaba dulce le parecía salado; lo que estaba salado le parecía dulce. Dejábale decir el hombre sin cuidados, y comía á mandíbula batiente. A los postres, sirvieron un pastel, que la esposa del filósofo había hecho. Xanto lo encontró muy malo, aunque era, en verdad, exquisito. «En mi vida, exclamó, probé un pastel tan insípido. Hay que quemar á la pastelera, porque no hará jamás cosa de provecho. Que traigan leña.—Aguardad un poco, gritó el labriego, voy por mi mujer, la misma hoguera servirá para las dos.» Este último rasgo desarmó al filósofo y le quitó para siempre la esperanza de atrapar al Frigio.
No sólo con su dueño hallaba Esopo ocasión de chancearse y de mostrar su ingenio. Envióle Xanto á cierto lugar, y encontró en el camino al juez, que le preguntó á dónde iba. Sea por estar distraído ó por otra razón, contestó que no lo sabía. El juez, tomando por despreciativa é irreverente la contestación, le envió á la cárcel, y él, camino haciendo, dijo á los esbirros que le conducían: «¿No veis como respondí la pura verdad? ¿Sabía yo acaso que iba á donde me lleváis?» El juez le dio suelta, y felicitó á Xanto de tener un esclavo tan ingenioso. Xanto se convenció, por todo ello, de que le convenía mucho no desprenderse de Esopo, cuya posesión tanto le honraba. Hasta llegó á suceder que cierto día, comiendo y bebiendo con sus discípulos, notó el Frigio, al servirles, que el vino se les iba subiendo á la cabeza, lo mismo al maestro que á los alumnos. «El exceso del vino, les dijo, tiene tres grados: el primero, de deleite; el segundo, de embriaguez; el tercero, de furor.» Burláronse de su observación, y continuaron vaciando copas. Xanto se embriagó hasta el extremo de perder la razón, y se alabó de que era capaz de beber el mar. Hizo reír á todos la ocurrencia; sostuvo Xanto lo dicho, y apostó su casa á que bebería la mar, toda entera; y para seguridad de la apuesta depositó el precioso anillo que llevaba.
Al día siguiente, disipados ya los vapores de Baco, Xanto se sorprendió mucho al no encontrar su anillo, que tenía en grande estima. Esopo le dijo que había perdido el anillo, y también la casa, por la apuesta que había hecho. No fue poco lo que el filósofo se alarmó, y le rogó á Esopo que le buscase una salida en aquel apuro. Esopo inventó la que voy á referir.
Cuando llegó el día señalado para la apuesta, todo el pueblo de Samos acudió á la plaza para ser testigo de la confusión del filósofo. El discípulo que había apostado contra él, saboreaba ya el triunfo. Xanto dijo á la reunión: «Señores, es verdad que he apostado que bebería todo el mar, pero no los ríos que entran en él; por consiguiente, desvíe su curso el que apostó contra mí, y cumpliré después aquello á que me he comprometido.» Todos elogiaron el recurso á que Xanto había apelado para salir honrosamente de tan mal paso. Confesó el discípulo que quedaba vencido y pidió perdón á su maestro. Xanto fue conducido á su casa con generales aclamaciones.
Por recompensa, pidió Esopo la libertad. Xanto se la negó, diciéndole que no era llegado todavía el tiempo de manumitirlo. Pero que si los Dioses se lo ordenaban consentía en ello. Díjole que estuviese atento al primer presagio que advirtiese al salir de casa. Si era favorable, como sucedería en el caso, por ejemplo, de presentarse á su vista dos cornejas, obtendría la libertad. Si no veía más que una, tendría que resignarse á continuar esclavo. Esopo salió en seguida; vivía su amo en el campo, frente á un sitio cubierto de grandes árboles; apenas estuvo nuestro Frigio fuera de casa, vio dos cornejas que abatieron el vuelo sobre el más alto, de ellos. Fue á prevenir á su señor, que quiso cerciorarse por sí mismo de lo que le decía. Mientras Xanto llegaba, voló una de las cornejas. «Siempre me has de engañar, díjole á Esopo. Que le den azotes.» La orden fue cumplida en el acto. Mientras sufría el pobre Esopo su castigo, invitaron á Xanto á un banquete, y prometió asistir. «!Ay¡ exclamó el azotado, ¡cuan falaces son los presagios! Yo, que he visto dos cornejas, recibo azotes, y á mi amo, que no ha visto mas que una, lo convidan á bodas.» Esta agudeza gustó tanto á Xanto, que hizo cesar el castigo de Esopo. Pero en cuanto á la libertad no podía resolverse á dársela, aunque repetidas veces se la prometió.
Un día paseaban ambos entre antiguos monumentos, examinando gustosos sus inscripciones. Dio Xanto con una que no entendía, aunque permaneció largo rato estudiándola; estaba formada con las primeras letras de ciertas palabras. Confesó el filósofo francamente que aquello era superior á sus alcances. «Si os hago encontrar un tesoro por medio de esas letras, ¿qué recompensa obtendré?» preguntó Esopo. Xanto le prometió la libertad y partir con él el tesoro. «Significan, pues, prosiguió Esopo, que lo encontraremos á cuatro pasos de esa columna.» Y en efecto, dieron con él á poco que excavaron la tierra. Exigió el esclavo al filósofo que cumpliese su palabra; pero se excusaba siempre. «Guárdenme los Dioses de emanciparte, díjole á Esopo, hasta que me hayas dado la explicación de esas letras; tesoro será más precioso para mí que el que hemos encontrado.—Las han grabado aquí, por ser las primeras letras de estas palabras Aetc., es decir, si retrocedes cuatro pasos y abres un hoyo, encontrarás un tesoro.—Puesto que eres tan agudo, repuso Xanto, haría mal en desprenderme de ti; no esperes, no, que te liberte.—Y yo os denunciaré al rey Dionisio, porque le corresponde el tesoro, y esas mismas letras son comienzo de otras palabras que así lo significan.» Asustado el filósofo dijo al Frigio que tomase su parte en el hallazgo y no dijese palabra; y Esopo volvió á replicar que no le debía por ello gratitud alguna, porque aquellas letras estaban combinadas de tal manera que encerraban un triple sentido y decían también: Al marcharte partirás el tesoro que has encontrado. Cuando estuvieron de regreso, mandó Xanto que encerrasen al siervo y le echaran grillos por miedo de que publicase lo ocurrido. «¡Ay! exclamó Esopo, ¿así es como cumple el filósofo sus promesas? Pero, por más que hagáis me habréis de dar la libertad á pesar vuestro.»
Cierta fue su predicción. Ocurrió un prodigio, que puso en fuerte apuro á los de Samos. Un águila arrebató el anillo público (era probablemente algún sello con el que se autorizaban los acuerdos del Consejo) y lo dejó caer en el regazo de un esclavo. Fue consultado sobre ello el filósofo, tanto por su profesión como por ser uno de los primeros de la república; pidió tiempo para contestar, y recurrió á su oráculo ordinario, á Esopo. Aconsejóle éste que lo llevase á la asamblea; si acertaba, toda la gloria sería para su amo; y si no acertaba, sólo acusarían al esclavo. Parecióle bien á Xanto, y le hizo subir á la tribuna de las arengas. Así que le vieron, soltaron el trapo á reír: nadie creyó que de aquel hombrecillo tan ruin pudiera salir algo razonable. Esopo les dijo que no había que fijarse en la forma del vaso, sino en el licor que contenía. Gritaron los de Samos que dijese, pues, sin temor, lo que opinaba del prodigio. Excusóse Esopo diciendo que no se atrevía. «La Fortuna, añadió, ha puesto en extraña pugna al esclavo y á su señor. Si el esclavo lo hace mal, será castigado; si lo hace mejor que su amo, será castigado también.» Al oir esto rogaron á Xanto que le diese libertad. El filósofo resistió largo rato; por fin, el magistrado supremo de la ciudad le dijo que si se negaba, lo haría él de oficio, en virtud de las facultades que tenía. El filósofo tuvo que ceder, é hizo la ceremonia de la manumisión. Cumplida la cual, dijo Esopo que los ciudadanos de Samos estaban amenazados de servidumbre por aquel prodigio, y que el águila arrebatando el sello, significaba que un poderoso rey quería avasallarlos.
Poco después, Creso, rey de Lidia, hizo saber á los de Samos que le prestasen tributo so pena de obligarlos por las armas. Opinaba la mayor parte por obedecerle. Esopo les dijo que la Fortuna abría dos caminos á los mortales: uno de libertad, rudo y escabroso al principio, pero muy llano y agradable luego; otro, de esclavitud, de más cómodos comienzos, pero muy dificultoso después. Así aconsejó de un modo muy persuasivo á los de Samos que defendieran su libertad, y en efecto, despidieron al embajador de Creso muy poco satisfecho.
Aprestóse Creso á atacarlos; pero el embajador le dijo que mientras estuviera Esopo entre ellos, le costaría trabajo someterlos, por la gran confianza que tenían en su buen sentido. Creso les envió á decir que lo pusieran en sus manos, con promesa formal de respetar sus libertades, si así lo hacían. Los prohombres de la ciudad hallaron muy ventajosa aquella condición, y no les pareció muy caro comprar su sosiego á expensas de Esopo; pero el Frigio les hizo pensar de otro modo, contándoles que los lobos y las ovejas hicieron un tratado de paz, dando éstas rehenes sus mastines, y cuando les faltaron aquellos defensores, las destrozaron los lobos fácilmente. Hizo efecto este apólogo: los de Samos volvieron sobre su primer acuerdo. Esopo quiso de todos modos ir á ver á Creso, diciéndoles que les sería más útil cerca de aquel rey, que permaneciendo en la ciudad.
Asombróse Creso, cuando le vio, de que tan mezquina criatura fuera tan gran obstáculo. «¿Es posible, exclamó, que esa figurilla les haga oponerse á mi voluntad?» Esopo se prosternó á sus pies. «Un campesino cogía saltamontes, le dijo, y cayó en sus manos una cigarra; iba á matarla, como había hecho con los saltamontes, cuando ella le dijo: ¿Os hice algún mal? No destruyo vuestras espigas, no tengo más que la voz, de la que me sirvo inocentemente. Gran rey, yo soy como aquella cigarra; no tengo más que la voz, y no me valí de ella para ofenderos.» Creso, admirado y compadecido, no sólo le perdonó, sino que dejó en paz á los de Samos por consideración á él.
En aquel tiempo compuso el Frigio sus fábulas, y se las dio al rey de Lidia, quien le envió á Samos, donde fue recibido con espléndidos honores. Entró entonces en deseos de viajar y de ver mundo, platicando con los que eran llamados filósofos. Adquirió, por fin, gran crédito en la corte de Lycero, rey de Babilonia.
En esto, se casó nuestro Frigio, y no teniendo hijos, adoptó á un joven de noble linaje, llamado Enno. No le pagó bien, llegando su perfidia hasta manchar el lecho de su bienhechor. Habiéndolo sabido Esopo, lo despidió, y él, para vengarse contrahizo cartas por las cuales se daba á entender que el fabulista andaba en tratos con reyes enemigos de Lycero. Este, persuadido por el sello y la firma de las cartas, ordenó á uno de sus oficiales, llamado Hermipo, que sin más averiguaciones, diese pronta muerte al traidor. Hermipo, que era amigo del Frigio, le salvó la vida, y sin saberlo nadie, le mantuvo largo tiempo en un sepulcro, hasta que habiendo llegado á noticias de Nectenabo, rey de Egipto, la muerte de Esopo, pensó este monarca que con la mayor facilidad haría tributario suyo á Lycero. Le provocó al efecto, retándole á que le enviase arquitectos que construyesen una torre en el aire, y al mismo tiempo, un sabio que contestase á toda clase de preguntas. Leyó las cartas Lycero y las comunicó á los más doctos de su reino, quedando todos sorprendidos y cortados. El rey echó entonces de menos á Esopo, y como le dijese Hermipo que no había muerto, lo mandó llamar. El Frigio fue muy bien recibido; se justificó y perdonó á Enno. En cuanto á la carta del rey de Egipto, tomóla á risa y contestó que al venir la primavera enviaría á los arquitectos y al sabio que había de contestar á todas las cuestiones. Lycero devolvió á Esopo sus bienes y puso á Enno en su poder para que lo castigase á su arbitrio. Esopo le recibió como un hijo, y por todo castigo, le recomendó honrar á los Dioses y á su príncipe; hacerse temible á sus enemigos y benévolo con los demás; tratar bien á su mujer, pero sin confiarle sus secretos; hablar poco y apartarse de los habladores; soportar con entereza las desgracias, pensar en el día de mañana, porque más vale enriquecer á los enemigos con nuestra muerte que importunar á los amigos durante nuestra vida; y sobre todo, no envidiar la felicidad ni la virtud ajena, porque esto es atormentarse á sí mismo. Tanto convencieron á Enno estos consejos y la bondad de Esopo que, como si aquellas palabras fueran un dardo que en el corazón se le clavase, murió poco después.
Volviendo al reto de Nectenabo, Esopo cogió polluelos de águila y los acostumbró (cosa dura de creer) á sostener en el aire un cesto cada uno, llevando un niño en cada cesto. Venida la primavera, marchó á Egipto con aquel equipaje, moviendo á gran admiración y espectativa á los pueblos por donde pasaba. Nectenabo, que había formulado aquel enigma noticioso de su muerte, quedó sorprendidísimo al verle llegar, porque no hubiera provocado de aquella manera á Lycero, á saber que Esopo estaba aun en el mundo. Preguntóle si había llevado los arquitectos y el contestador. Esopo dijo que el contestador era él, y que los arquitectos se presentarían á su debido tiempo. Salieron al campo y las águilas levantaron por los aires los cestos con los niños dentro; gritaban los niños que les diesen mortero, piedras y madera. «Ya lo veis, dijo Esopo á Nectenabo: ahí están los albañiles, proporcionadles vos los materiales.» El monarca confesó que Lycero había obtenido la victoria, pero propuso á Esopo esta cuestión: «Tengo yeguas en Egipto que conciben á los relinchos de los caballos que el rey Lycero tiene en Babilonia. ¿Qué me decís de esto?» El Frigio aplazó la respuesta para el día siguiente, y cuando volvió á su albergue, ordenó á uno de los chicos que cogiesen un gato y lo llevasen por las calles azotándolo. Los egipcios, que adoran á ese animal, se escandalizaron mucho de tan malos tratos. Arrancaron el gato de manos de los muchachuelos, y fueron á quejarse al rey. Llamó éste al Frigio. «¿No sabéis, le dijo, que este animal es uno de nuestros Dioses? ¿Por qué lo maltratáis de esa suerte?—Por la ofensa que ha inferido á Lycero, contestó Esopo: la noche pasada ha degollado á un gallo, que aquel rey estimaba mucho porque era muy valiente y cantaba á todas horas.—Sois un embustero, replicó el rey. ¿Cómo es posible que en tan poco tiempo hiciera el gato tan largo viaje?—Del mismo modo, repuso Esopo, que vuestras yeguas oyen relinchar á igual distancia á nuestros caballos y conciben al oírlos.»
En vista de todo aquello, el rey llamó á Eliópolis á ciertos varones de sutil ingenio, muy entendidos en cuestiones enigmáticas. Obsequiólos con un gran banquete, al cual fue invitado el Frigio; durante la comida, le propusieron varias dificultades, entre ellas la siguiente: «Hay un grandioso templo sostenido sobre una columna, rodeada de doce ciudades, cada una de las cuales tiene treinta botareles, y alrededor de ellos, se pasean, una tras otra, dos mujeres, una blanca y otra negra.—Esa pregunta, dijo Esopo, es buena en nuestro país para los chiquillos: el templo es el mundo; la columna el año; las ciudades los meses, y los botareles los días, á cuyo alrededor pasean alternativamente el día y la noche.»
Al día siguiente Nectenabo congregó á todos sus amigos. «¿Consentiréis, les dijo, que un hombrecillo como ese, un aborto de la naturaleza, dé el triunfo á Lycero, dejándome confundido?» Uno de ellos propuso pedir á Esopo que les hiciese preguntas de que nunca hubieran oído hablar. Esopo escribió una cédula por la cual Nectenabo confesaba deber dos mil talentos á Lycero, y la puso en manos del monarca, cerrada y sellada. Antes de abrirla, los amigos del príncipe sostuvieron que tenían conocimiento de lo que estaba consignado en aquella cédula. Cuando la abrieron, Nectenabo prorrumpió: «¡Es falso, completamente falso! Invoco por testigos á todos los presentes.—Es verdad lo que el rey dice, contestaron todos, jamás oímos hablar de tal cosa.—He cumplido, pues, vuestra exigencia,» contestó Esopo. Nectenabo lo envió á su país, colmándolo de presentes, tanto para él, como para su señor. Su permanencia en Egipto dio lugar sin duda á que escribiesen algunos autores que fue esclavo de Rhodopea, aquella famosa hermosura, que costeó con las liberalidades de sus amantes una de las tres pirámides que aun existen y se admiran: es la más pequeña, pero la construida con mayor arte.
A su vuelta á Babilonia, fue recibido Esopo por Lycero con grandes demostraciones de júbilo y afecto: este rey le hizo erigir una estatua. El afán de ver y de aprender obligóle á renunciar á todos aquellos honores. Dejó la corte de Lycero, donde tenía cuanto podía desear, y se despidió de aquel príncipe para visitar la Grecia una vez más. Lycero le despidió con abrazos y lágrimas y le hizo jurar sobre las sagradas aras que volvería para acabar los días á su lado. Entre las ciudades donde se detuvo, una de las principales fue Delfos. Sus habitantes le escucharon muy atentos; pero no le tributaron honores. Picado Esopo de aquel desaire, los comparó á palitroques, que sobrenadan en el agua; de lejos parece que son cosa de importancia, de cerca resulta que no son nada. La comparación le costó cara. Los de Delfos entraron en tal deseo de venganza, á la vez que temían sin duda ser desacreditados por él, que resolvieron quitarlo de delante. Para ello, escondieron en su equipaje uno de sus vasos sagrados, con la idea de convencerlo de robo y sacrilegio, y condenarlo á muerte. Cuando hubo salido de Delfos y tomado el camino de la Fócida, fueron á detenerle, fingiéndose muy afligidos. Acusáronlo de haber robado el vaso sagrado; nególo Esopo bajo juramento; registraron el equipaje y lo encontraron allí. Por más que dijo Esopo, no impidió que lo tratasen como á infame malhechor. Fue llevado á Delfos cargado de cadenas; lo encerraron en un calabozo, y lo condenaron á ser despeñado. No le valieron para su defensa sus armas ordinarias, los apólogos: los de Delfos se burlaban de ellos.
«La Rana, les dijo, había convidado al Ratón; para cruzar la charca le ató á sus patas. Así que estuvieron dentro del agua, trató ella de echarle á pique para que se ahogase y comérselo. El pobre Ratón resistió cuanto pudo: mientras pateaba en el agua, un ave de rapiña lo vio y se arrojó sobre él. Al llevárselo, llevóse detrás á la Rana, que no pudo desatarse, y de este modo hizo doble presa. Abominables ciudadanos de Delfos, otro más poderoso me vengará á mí también: yo pereceré; pero vosotros sufriréis igual suerte.»
Cuando le conducían al suplicio, pudo escapar y entró en una capillita, dedicada á Apolo. Los de Delfos le arrancaron de aquel lugar. «Violáis este asilo, les dijo, porque es una pobre capillita. Día vendrá en que vuestra perfidia no encontrará lugar seguro, ni siquiera en los templos. Os pasará como al Águila que, desoyendo las súplicas del Escarabajo, arrebató á una liebre, que se había refugiado en su madriguera: la generación del Águila fue castigada hasta en el regazo de Júpiter.» Los de Delfos hicieron poco caso de aquellos ejemplos, y le despeñaron. Poco después de su muerte, castigábalos una terrible peste. Preguntaron al oráculo cómo podrían calmar la cólera de los Dioses; les respondió que no tenían otro recurso que expiar su crimen, dando satisfacción á los manes de Esopo. En seguida le consagraron una pirámide. Grecia envió comisarios para informarse de su muerte, y castigó severamente á los culpables.
Fuente: Fábulas de La Fontanie, Ilustrada por Gustavo Doré, Traducción de Don Teodoro Llorente, Barcelona, Montaner y Simon, Editores, Calle de Aragón, Nums, 309 y 311, 1885

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