lunes, 27 de junio de 2016

DIALÉCTICA Y LUCHA DE CLASES: LA MUERTE DE LA CONDICIÓN OBRERA DEL SIGLO XX (TERCERA PARTE)



LOS FUEGOS DE LA INSUMISIÓN Y LA MANSEDUMBRE


La marcha por la vida fue también, en parte, el escenario de estas disposiciones culturales de clase del movimiento obrero. Como no podía ser de otra manera, la marcha multitudinaria de casi quince mil personas, entre los cuales se encontraban mineros, amas de casa, estudiantes y campesinos, cristalizó un modo plebeyo de reclamar al Estado. Ahí quedaba condensada una secular memoria colectiva de producir voz demandante a través de la explicitación del cuerpo social en movimiento. En verdad, es lo único que la multitud tiene de propio, de directo: su número, su agregación palpable, que manifiesta la fuerza de masa. Aquí, la ocupación de las calles, de las carreteras, es la verificación de una identidad de cuerpo de clase, fundada en la intervención directa en la escenificación del agobio, de la injusticia soportada y en la voluntad de que eso cambie.

Es claro que este acto de fusión colectiva de indignación, que se abre paso por la geografía, es un impetuoso acto de desposesión de la función parlamentaria  como vertedero deliberativo de las pulsaciones sociales; aquí la aglomeración actuante se sobrepone  como mecanismo de deliberación  fáctica de los asuntos comunes. Se abandona  el centro de trabajo, se ocupan las carreteras (Oruro-La  Paz; Sud Yungas-La Paz), y se recurre al tumulto para externalizar la palabra y el sentimiento de todos los trabajadores. Ya de entrada, esto habla de la vigencia de una particular  manera en la que se interiorizó la ciudadanía  como ejercicio de derechos,[1] bajo la forma de asociación, de cuerpo movilizado. Se trata de una exultante interpretación ética de la vida en común,[2] entendida como asociación y movilización por centro de trabajo, por rama de actividad y por identidad laboral como forma de filiación social.

En este sentido, la marcha vuelve a validar un modo histórico de entender la política como un hecho de masas mediante el cual: a) el trabajador  asume una identidad  corporativa por centro de trabajo; y b) este trabajador  colectivo, así constituido como sindicato, interpela al Estado y ejerce, sin s mediación, su lucha por el reconocimiento y sus derechos públicos.

Esta manera de filiación política y de práctica política obrera era portadora de múltiples virtudes. Por un lado, permitió crear un sentido de responsabilidad política sumamente arraigado en la vida cotidiana y la actividad laboral. Dado que, para ejercer derechos y modificarlos, el punto de encuentro y verificación es la unificación por centro de trabajo s su movilización, el acto de la política es una competencia socializada, practicada directamente por el trabajador como una s de sus funciones cotidianas. El papel de los especialistas de la “política”, que monopolizan y privatizan este bien colectivo, queda así en gran parte limitado, ya que hay una inclinación generalizada a conceptuar el bien con como una competencia del común, de todos.

Por otro lado, la verificación de esta responsabilidad, por su propia cualidad de masa, no puede menos que practicarse a tras de mecanismos de unificación colectiva como la asamblea, la marcha, la movilización, la rebelión. Esto significa que la representación simbólica[3] de la lucha por los derechos colectivos no sólo es un lugar de formación de una identidad  social, sino que además sólo se puede ejecutar mediante técnicas asociativas comunalizadas, esto es, que son capaces de crear interunificación práctica y autónoma entre los trabajadores. De ahí que la medida de la democracia, en toda la época en la que prevaleció esta manera de entender la política, no fuera un problema cuantificable en votos ni en ingeniería de pactos parlamentarios,  como lo es hoy. Democracia era básicamente la intensidad unificadora por centro de trabajo del conglomerado laboral y el grado de permeabilidad del Estado para reconocer, r y canalizar las demandas de la sociedad sindicalmente organizada.

Estos elementos, a su vez, han permitido forjar en la historia una autorrepresentación obrera signada por la unidad, la disciplina laboral y la movilización de masas. Dado que el obrero sólo puede mirarse a sí mismo a través de su cohesión con los demás y a todos juntos en estado de tumulto movilizado, hablamos de una identidad  de clase caracterizada por la fidelidad a los mandos sindicales y al estado de congregación actuante. Se trata de un auténtico prejuicio de clase, resultante de una lectura interna de la historia, en la que lo único permanente en las luchas desplegadas ha sido el sindicato y la solidaridad de otros sindicatos. Mientras los pequeños partidos y los caudillos se disuelven ante las primeras balaceras, el sindicato está ahí para proteger  a las familias, para cuidar a los hijos abandonados, dar trabajo a las viudas, para hacer conocer lo que pasa en otros campamentos, para enterrar a los muertos. En fin, ha sido el sindicato-en-lucha el lugar donde el ser desarraigado de la tierra y del ayllu encuentra un sentido de intelección de la vida, una nueva familia perenne, que le devuelve la vivencia de integración y de trascendencia sin la cual ningún ser humano es capaz de sostenerse en pie. En fin, el sindicato, su disciplina, sus costumbres  movilizadas, son el lugar donde el obrero se puede mirar a sí mismo en la historia y proyectarse en el porvenir, de retarlo, de desearlo y hundirse en él. En este sentido, se puede decir que el sindicato fue la única organización de clase obrera del siglo XX.

Por último, esta manera de entender  y ejercer las funciones políticas fue, con todo, el único momento duradero, en las últimas décadas, en que la política dejó de sostenerse en la activación de redes de parentesco y el soborno del miserabilismo económico, tan propios del comportamiento de las clases dominantes  y las clases subalternas. El patrimonialismo[4] y el clientelismo,[5] tan enraizados en los habitus señoriales de las clases pudientes y en los habitus dominados[6] de las clases menesterosas, tuvieron en la forma sindicato, en particular  obrero,  el único lugar donde material y culturalmente, y no sólo por medio de “llamados a la conciencia como hoy, comenzaron a ser disueltas por prácticas y redes de filiaciones políticas modernas basadas en la adhesión y el compromiso ético.

Personas provenientes de los s distintos lugares geográficos, desprendidos de los tejidos de filiación sanguínea o de paisanaje, se agrupaban por centro de trabajo para practicar desde ahí, sin mediación ni mercadeo de voluntades, su manera de intervenir en la gestión de los asuntos públicos. La extinción posterior de esta manera de hacer política, que trajo consigo la relocalización (despido) y el enseñoramiento de los partidos poticos, hará regresar a la sociedad entera a los hábitos decimonónicos de la consagración política por la a del linaje de las elites gobernantes y la extorsión de la pobreza de los dominados.

Pero a la vez, hay un tronco de mansedumbre que se reconstruye a través de estas formas de entender la política. La marcha minera, en su euforia colectiva desparramada por la carretera, no se presenta en ningún momento para los mineros como un medio para arrebatar, para tomar de facto lo que se cree que es propio. Se puede decir que en todo el acto dramático de marchar lo que se está escenificando es la primordial  manera de estructurar el mundo a la que está acostumbrado el obrero, y según la cual su papel muchedúmbrico y arriesgado lo es en cuanto demandante, en cuanto peticionario alevoso y digno de lo que supone son sus derechos, sus necesidades y expectativas. Pero entonces aquí el derecho no es tanto una autoconciencia con efectos prácticos de la posición que uno ocupa en el mundo, y mediante la cual uno ocupa el mundo, sino un gesto colectivo para obtener reconocimiento ante el Estado, para obrar de una manera en el mundo. Es, en definitiva, en el Estado en quien el obrero se refleja para hacerse reconocer en sus prerrogativas públicas. Ciertamente, es una apetencia política muy intensa la que se pone en marcha, y de hecho no es exagerado afirmar que los obreros, y en particular los mineros, en toda esta época que va de 1952 a 1990, han interiorizado como un componente indisoluble de su identidad de clase la cercanía al Estado, la ambición de integración en el Estado.
Pero, a la vez, no se trata de una presencia en el Estado como objetivación de un yo colectivo de clase; es decir, el minero no se ambiciona en el Estado como titularidad gubernativa. Al contrario, se ambiciona poderosamente en el Estado como súbdito, como seguidor, arrogante y belicoso, pero tributario de adhesión y consentimiento negociados. El obrero no se ha visto jamás, a no ser en momentos extremos y evanescentes, como soberano; pues el soberano no pide sino ejerce, no reclama sino sentencia. Si bien el sindicato, movilizado a lo largo de todos los años anteriores desde la revolución de 1952, fue capaz de abrogar el monopolio de las decisiones políticas basadas en el linaje, el conocimiento letrado y el dinero, nunca ha de abandonar la creencia de que el apellido, el dinero y el conocimiento  letrado son los requisitos imprescindibles para gobernar.

Esto significa que la manera de proyectarse en el ámbito político sea meramente interpelatoria, no ejecutiva; esto es, que el obrero, a raíz de sus luchas, se siente portador inexcusable del derecho a hablar, a resistir, a aceptar, a negarse a acatar, a presionar, a exigir, a imponer un rosario de demandas a los  gobernantes, pero nunca ha de poder verse a sí mismo en el acto de gobernar. Es como si la historia de sumisiones obreras y populares practicadas desde el coloniaje se agolpara en la memoria como un hecho inquebrantable, adherido al cuerpo obrero, y empujara a la masa movilizada a enfrentarse al poder como simple sujeto de resistencia, de conminación, de reclamo, y no como sujeto de decisión y soberanía ejercida. La imagen que de sí misma habrá de producir la condición obrera es la del querellante, no la del soberano.[7]

Hay una inclinación irreductible  de este proletariado, y en general del proletariado moderno, a buscar sus derechos por mediación del Estado, lo que significa un reconocimiento impcito del Estado como representante general de la sociedad, como lugar de la constitución de un sentido de comunidad y adquisición de reconocimiento.[8] Pero, y esto es una singularidad de la formación de la condición obrera y popular en Bolivia, se trata además de una pertenencia dependiente, de una integración subordinada al Estado. La actitud peticionaria en el ámbito obrero explicita el carácter imprescindible de la aquiescencia de los gobernantes para ejercer un derecho, porque parecería ser que sin ese consentimiento, ese derecho careciera de legitimidad y validez. Parecería que el mundo se estructurara en el imaginario de clase, de tal manera que la propia identidad  actuante sólo pudiera consagrarse públicamente mediante el reconocimiento positivo (conquista de derechos) o negativo (la represión y la masacre) por parte de los gobernantes. Sin duda se trata de un auténtico habitus de clase, que a lo largo de la historia reconstituirá  el núcleo conservador y dominado de la condición obrera. Es quizá en esta anhelante búsqueda  de la mirada de los dominantes para poder certificar la presencia de los dominados,  donde habría que ir a buscar la inclinación a un hábito mendigo de las clases populares o la predisposición a  observar el cumplimiento de sus derechos como dádivas y favores personales otorgados por el personal gubernativo.

En la marcha, la memoria de estas sumisiones, corporeizadas como sentido común, guía los gestos mineros que se despliegan en el pavimento. En términos estrictos, la marcha, que con el pasar de los días llegará a cobijar a s de diez mil mineros, será la más grande escenificación de esta sujeción de la clase a la legitimidad estatal. En general, los mineros hacen lo que hacen para recordar al Estado que él no puede hacer lo que está haciendo, que no puede romper unilateralmente un pacto con los primordiales fuegos de abril, cuando quedaron  fijadas las prerrogativas y las dependencias  entre dominantes y dominados; se marcha, pues, para forzar nuevamente la inclusión de los derechos del trabajo en el ordenamiento del Estado.

A nadie se le ha ocurrido marchar para desconocer a Paz Estenssoro, que incluso había ganado en varios de los distritos mineros en las recientes elecciones de 1985; se marcha pues como gesto ritual y recordatorio de los compromisos históricos a quien precisamente emblematiza la impronta obrera en la nación: ctor Paz Estenssoro.

Sin embargo, el hecho de que en este llamado a la reconstitución de los pactos inclusivos en el Estado los mineros recurran al gesto doloroso y sufriente del cuerpo colectivo señala hasta qué punto las inclinaciones insurrecionales, con las que se forjó la correlación de fuerzas del Estado nacionalista, han cedido su lenguaje vigoroso y arriesgado, por la puesta en escena de un tormento colectivo a lo largo de trescientos kilómetros.

Ciertamente, en esto está presente la reactivación de un imaginario de clase, que narra su paso por la historia a través del recuento de las masacres, el dolor y la injusticia perenne de una patria ingrata que maltrata a quienes la sostienen. De ahí que se pueda decir que el movimiento obrero ha producido una narrativa sufriente de su devenir de clase, donde  el martirologio, la desgracia y las tribulaciones marcarán el único camino hacia lo que se considera una venidera redención, ineluctablemente ganada a costa de tanta desdicha. La marcha, los pies sangrantes, la comida improvisada, la lejanía de los seres queridos, son los gestos mediante los cuales reconstruyen su memoria para interpelar al Estado.

Pero ahora hay una peculiaridad  distintiva de este recuento de experiencias pasadas. Antes, las experiencias de tribulaciones y actos de sufrimiento colectivo siempre fueron el resultado inesperado de demandas, de reclamos y luchas que los obreros se sintieron empujados a dar para obtener  lo que ellos habían considerado  como justo. Las penalidades colectivas emergían como respuesta brutal de unos gobernantes insensibles, que no derogaban la creencia moral de la justeza de lo reclamado y que, por tanto, s pronto o s tarde sería nuevamente contraargumentada con una nueva movilización de las certezas morales de la clase. La marcha, en cambio, es una producción de penalidades deliberadas, decididas por cuenta propia; no la respuesta, sino el enunciado con el que se dirigen al Estado.

¿Qué es lo que ha llevado a esos mineros a recurrir a lo último que el ser humano utiliza cuando ya no tiene otras opciones, como es el cuerpo, como lugar de exhibición pública de dolor? La huelga de hambre, o el suicidio, en su versión s radical, siempre ha sido el último refugio del ser que, inhabilitado de medios de poder e influencia ante sus interlocutores, arrojado a la impotencia absoluta, recurre al propio cuerpo, a la autoprivación y al riesgo de muerte autoinfligido como último recurso de libertad para eludir la cadena de imposiciones que le ha arrebatado la posibilidad de ser reconocido. Es el último peldaño del ser dominado que está a la defensiva, que ya nada puede hacer para revertir su situación subalterna, y que se refugia en el drama del cuerpo para lograr reconocimiento, mediante la conminatoria extrema del autosuplicio o la búsqueda  de la muerte. Su efecto, en caso de darse, vendrá por el hecho de remover los s básicos fundamentos  morales de los dominantes, en cuanto seres humanos, que podrán verse compelidos a otorgar un plus simbólico de credibilidad,  de poder al dominado, a fin de integrarlo nuevamente al ámbito de la economía de derechos y concesiones sociales.

La dramática marcha por la vida de 1986, que abrirá un largo ciclo de marchas y crucifixiones populares en las siguientes décadas, marcará a su modo el nacimiento de una época de impotencias dramatizadas de las clases populares. La impotencia, puesta de manifiesto aquí, no es, en aquella parte del espacio potico, definida por la capacidad de movilizarse en masa o por la obtención de solidaridad de otros sectores sociales. Diez mil mineros caminando por días es, no cabe duda, una inédita acción multitudinaria, y el apoyo de los Comités Cívicos de Oruro  y Potosí, que entraron en huelga en los días previos,[9] s la adhesión de comunarios,  pobladores  y estudiantes,  muestra esta amplitud de conquistar apoyo de otros conglomerados empobrecidos. La impotencia aquí se ha de dar en aquella franja central del espacio político que tiene que ver con la capacidad de generar horizontes de organización y acción social propositiva. Los mineros carecen de un plan para producir historia colectiva que vaya s allá del legado por el capitalismo de Estado, en su versión nacionalista o izquierdista (el llamado “socialismo”), y que en 1986 se derrumbará estrepitosamente frente a los atónitos ojos de los mineros.

La fuerza obrera, la identidad de clase consagrada revolucionariamente a través de la insurrección de abril, tuvo al Estado y a la economía estatalizada como su fundamento material y potico. La fortaleza del Estado nacionalista y de su basamento  económico, como la industrialización estatalizada, fue simultánea a la fortaleza del movimiento obrero. De hecho, la posibilidad de la obtención del excedente social gestionado por el Estado, que le permitió crear los primeros pasos de una integración territorial y económica, dependía de la minería y sus mineros. A su vez, los mineros podían tener la certeza de su importancia social y de su capacidad de producir  efectos de reacción estatal, en la medida en que pertenecían a empresas estatales y el sindicato era reconocido como el modo predominante de ejercicio de ciudadanía.[10]

Por eso los hechos políticos sucedían de ese modo tan paradójico en el cual, si bien por una parte mineros y Estado aparecían como los s irreductibles  opositores (bajo la forma elocuente de enfrentamiento entre mineros y militares), lo eran porque al mismo tiempo, en la raíz de la historia de ambos, cada uno era el engendro del otro y su extensión s duradera (bajo la forma de la gestión de la producción minera y circulación de los excedentes económicos).

Los mineros habían producido, como ningún otro sector social, las cualidades estatales de la vida política, y cuando los usufructuarios dominantes creyeron que había llegado el momento de romper  ataduras  y reconfigurar la relación de fuerzas en el interior del Estado, los obreros no supieron qué hacer; carecían de opción, y a lo único que se inclinaron de manera obsesiva fue a rememorar la antigua composición de fuerzas, los añejos pactos inclusivos dentro del mismo ordenamiento estatal y económico. Carecían de plan histórico y, por primera vez en su historia de clase, se volvieron conservadores, pues sólo atinaron a proponer la preservación de lo existente.

El minero, que había impuesto su sello al corpus espiritual del Estado nacionalista, se había desenvuelto en él, y su campo de visibilidad era el que otorgaba ese ambiente cultural. s allá de la retórica pseudosocialista, el proletariado era nacionalista y con razón, porque fue dentro del programa nacionalista donde produjo su unidad, su identidad de clase, su épica, su ascenso social a través del sindicato y su pequeño bienestar. Por eso, cuando el propio Estado inició el desmantelamiento de los pilares materiales y organizativos de la antigua trama estatal y de las antiguas  adhesiones, se estaba evidenciando que las principales fracciones de las clases dominantes, constituidas en y gracias al Estado nacionalista, estaban delineando una nueva trama política, donde el obrero quedaría desprovisto de su intrusión y protagonismo en el Estado. En cierto modo, era una declaratoria de guerra, si entendemos  la guerra como una abrupta  ruptura  de la relación de fuerzas sociales llevada a cabo por todos los medios, incluidos los de la violencia física.

Inicialmente, el movimiento obrero no lo entendió así, o no quiso entenderlo,  y obró como estaba acostumbrado: reponer la economía de demandas y concesiones mediante la huelga, el paro y la movilización. Y cuando se percató de que lo que estaba en juego no era la forma de ese mercado político, sino la propia naturaleza, el contenido de los vínculos políticos anunciado por el cierre de minas y la muerte de la condición material de clase, se sintió incapaz de producir un proyecto autónomo de orden social distinto al que había conocido hasta el momento, y demandó el regreso al antiguo horizonte histórico del Estado nacionalista.

Con ello, se inició un ciclo de derrotas de largo aliento en el que, frente a una iniciativa arrolladora  de las clases pudientes, las clases subalternas no atinaron s que a atrincherarse  en la evocación de antiguos pactos sociales que la habían arrojado a la pérdida de iniciativa histórica, de imaginación propositiva, de autonomía, que hoy, catorce años después, lentamente comienza a ser revertida por estructuras  de movilización social de nuevo tipo, como la Coordinadora del Agua y la Vida de Cochabamba.

Por cierto, el problema no fue la falta de propaganda de los “activistas que panfleteaban sus ofertas programáticas.  Pensar que las clases sociales eligen sus rumbos en función de la influencia pedagógica de unos cuantos escribanos es reducir la sociedad a un aula escolar compuesta por párvulos ignorantes y maestros portadores del saber y, peor aún, pensar que la objetividad del devenir de las luchas sociales y de las condiciones de clase puede ser reemplazada por los efímeros diagramas de las ideas.

La impotencia de horizonte histórico que emergerá en la marcha por la vida está anclada en hechos s poderosos que la propia constitución  de las clases laboriosas, como son los hechos prácticos y los efectos materiales que las clases son capaces de desplegar en el interior de las estructuras  técnicas y simbólicas de su condición de clase. En particular, es en las características de las maneras de unificarse, de resistir, de proyectarse en el ámbito de la estructura técnica y organizativa del proceso de trabajo industrial, es decir que es en la manera de constitución de la identidad  política de clase contemporánea donde  hay que ir a rastrear la producción de sumisiones, dependencias  y limitaciones de la clase obrera boliviana que emergerá en el momento de la marcha y en su desenlace.

En general, la condición  obrera  se ha caracterizado  por la radicalidad de demandar  y no tanto por la radicalidad de lo demandado al Estado y a la patronal. Desde los años veinte, el movimiento obrero ha creado una cultura reivindicativa centrada en el salario, los beneficios sociales, la alimentación, la protección familiar, la salud, la vivienda, el cuidado familiar que, ciertamente, poseen una absoluta legitimidad en cuanto conquista de derechos sociales y laborales mínimos e indispensables para garantizar la continuidad del trabajo y la vigencia de una dignidad colectiva. Se trata en su totalidad de un conjunto de derechos articulados a la regulación del valor social medio de la fuerza de trabajo, esto es, refieren al ámbito de la valorización histórico-moral de la fuerza de trabajo[11] dentro del espacio del mercado de la fuerza de trabajo. Se trata del punto de partida y del punto de llegada de la constitución del obrero como clase moderna, esto es, como portador de una mercancía que negocia los niveles de su realización mercantil, y que a lo largo de la vigencia del capitalismo ha tenido fuertes implicancias políticas de tipo reivindicativo, como sucede en Bolivia.

Sin embargo, existe otro espacio probable de constitución moderna de la condición obrera que, emergiendo de la posición objetiva del sujeto que vende la fuerza de trabajo bajo las leyes de la lógica mercantil, inicia su desmonte simultáneo, por cuanto se dedica a erosionar la propia constitución de la fuerza de trabajo como mercancía medida y regulada por el valor. Este espacio, que marca la franja crepuscular de la normatividad  del capital como hecho económico, cultural y simbólico, es el de la autoorganización del trabajador en el interior del proceso de trabajo, en acto de disputa y modificación de la realidad técnica y organizativa del trabajo como trabajo asalariado, como trabajo para valorizar el valor. Son los actos de resistencia, de interunificación de los trabajadores  para desplegar, corpuscular o ampliamente, estructuras de gestión de la realidad material del trabajo capaces de eludir la subsunción general del trabajo al capital, y, por medio de cuyas luchas, vertidas de múltiples formas y a lo largo de décadas, van creando un tejido organizativo, cultural y simbólico en disposición de engendrar horizontes de historia social autónomos, proyectos de iniciativa histórica susceptibles de disputar el sentido general del devenir, producido recurrentemente por las clases dominantes. Este nivel de autoorganización  de clase es el que, con el tiempo, produce efectos políticos de tipo revolucionario, que complementan y expanden ilimitadamente el tipo de práctica política reivindicativa, surgida de la lucha por derechos laborales mercantiles. Otra manera de leer estos dos niveles de la lucha política en la sociedad moderna es que el primero compete al nivel del sistema social de libertades, en tanto que el otro compete al sistema de necesidades. Una lectura del socialismo como mera satisfacción del sistema de necesidades, al margen de la ampliación del sistema de libertades, es el que en general ha predominado en los antiguos partidos de izquierda con influencia en el movimiento obrero, y que ha creado el ambiente intelectual y discursivo del enseñoramiento de la razón cultural del capitalismo de Estado y del discurso nacionalista.

El mundo obrero boliviano, precisamente, ha cultivado un tipo de práctica política fundamentalmente reivindicativa, en tanto que las prácticas políticas productoras de horizonte estratégico alternativo han sido bastante restringidas, por la reconstitución de sumisiones y mansedumbres en el interior del campo de fuerzas de clase que se dan dentro del proceso de trabajo y el proceso de producción en general. En cierta medida, el obrero boliviano, a diferencia de los trabajadores de otros países latinoamericanos, ha sabido llevar adelante una cultura de subordinación productiva basada en la sublevación intermitente y el lenguaje de masas. Pero a la vez, se ha impuesto limitaciones sistemáticamente, ha eludido o no ha creído necesario expandir  luchas en el propio ordenamiento de la racionalidad productiva moderna, reconstituyendo continuamente los mandos organizacionales, los usos técnicos de los sistemas productivos, la intencionalidad sesgada de la productividad capitalista y los esquemas organizativos técnicos del trabajo objetivantes de la lógica empresarial y de la acumulación.

Los contados momentos visibles en los que esta mansedumbre técnico-organizativa se ha puesto en duda, a través de las propuestas de cogestión, señalan una búsqueda renovada por incorporar este ámbito fundamental en las estrategias de resistencia. Sin embargo, por lo general, han sido propuestas de elites dirigentes, que se han limitado a modificar cuestiones de administración  y gestión externa, dejando de lado el espacio de la materialidad específicamente productiva del proceso de trabajo.

Que los mineros concurran  a la carretera Oruro-La  Paz con sus cascos, sus frazadas y unas cuantas dinamitas, pero sin una creencia aglutinante de lo que podría ser un devenir histórico autónomo, precisamente hallará sus condiciones de posibilidad en que éste tampoco había sido producido previamente desde el centro de trabajo. La estructura  simbólica de clase quedará así fusionada al Estado nacionalista y, cuando éste comenzara a despedazarse, lo haría arrastrando las propias estructuras mentales y organizativas del proletariado boliviano.

No ha de ser extraño entonces que los mineros que atraviesan Caracollo, Konani, Lahuachaca y Patacamaya no se estén movilizando para imponer un nuevo derecho legítimo, porque así lo han imaginado desde el momento en que lo han experimentado como prerrogativa deseada desde su fuente de trabajo; lo que se está pidiendo  es que se cumpla con un derecho que ya se sabe que está impregnado en la antigua institucionalidad estatal. La experiencia del cuerpo, que representa en la carretera el dramatismo de la vida en los campamentos, se muestra también como lugar de enunciación de una mitología política de clase del obrero en el Estado. La autoridad  de la Autoridad  gubernativa no está en cuestión; sus atributos de decidir, delegados y tolerados por los propios gobernados,  no son puestos en duda. Es más, tanto gobernantes  como gobernados  están siendo ratificados en sus respectivas posiciones políticas por obra práctica de los mismos gobernados, que no hacen s que reafirmar su posición de gobernados en el momento de demandar la vigencia de sus antiguos derechos de gobernados.

Desde el momento en que se acude al gobernante para exigirle que no quiebre impunemente los acuerdos primigenios, se está convalidando tácitamente la delegación del poder de decisión y la separación reglamentada  entre dominantes  y dominados.  El lenguaje colectivo de la denuncia  de la transgresión  moral del Estado, que se manifiesta a través de los signos del cuerpo, de la gesticulación dramática  de los dilemas sociales, exacerbará n s la fatal impotencia de estos mineros heroicos, que han cambiado las balas en los pechos por los callos en los pies, para demandar lo que consideran sus derechos.

La marcha, desde su inicio hasta su cerco, será el recordatorio mímico de un pasado subalterno, sostenido en la pertenencia de la minería al núcleo fundador el Estado-nación; en los pliegues del belicoso lenguaje y la puesta en escena del testimonio del cuerpo, está la remembranza agónica de la centralidad del ser minero en el Estado, en tanto que la escenificación de la demanda pertenece al gesto del suplicio colectivo, que pretende rasgar la máscara de indolencia que se han puesto los gobernantes.

Atrás ha quedado  la tentación de la ocupación y el levantamiento armado, que había despuntado en el horizonte en las jornadas de marzo de 1985. Incluso, vistas desde el temperamento de esta nueva marcha, se puede decir que esas consignas gritadas entonces desde los camiones que los regresaban a sus distritos eran poco menos que efímeros destellos, en medio de un estado de ánimo signado por la pasiva espera de que “alguien distinto a ellos, unos “doctores”, unos “jefes”, unos “militares”, tomaran las riendas de los asuntos públicos para apoyarlos.

Durante años se había originado una larga cadena de hábitos colectivos, donde  los obreros se veían a mismos y actuaban como feroces opositores de gobernantes  autoritarios,  o inquebrantables soportes de gobiernos y propuestas que ampliaran el campo de ejercicio de demandas populares. Pero, en ninguno de los dos casos, se habían visto a sí mismos como ejecutantes del acto de gobierno, como tampoco se veían como gestores del ámbito técnico productivo de la empresa. Siempre habían ordenado el campo significante de la lucha en términos de alguien a quien resistir y de alguien a quien apoyar, sin necesidad de cuestionar la pertinencia de la existencia de “alguien por encima de ellos. Es como si la identidad de clase requiriera, para existir públicamente, de un tercero inclusivo, de un portavoz[12] que validara la existencia colectiva de la clase movilizada. Pero aquí, este tercero inclusivo”, por la a de la resistencia o el apoyo brindado hacia él, es un agente externo, que no pertenece ni a la clase ni a sus representantes directos, sino al mundo institucionalizado del Estado.

La marcha minera es, así, un eslabón de estas luchas de reconocimiento  no en el Estado, sino por el Estado como modo de validación de la propia presencia histórica de la clase obrera. Ante él, lo que se le dice ahora es que no puede abandonar a los obreros; el sacrificio de la marcha es el medio al alcance, el último en este caso, para llamar la atención, para pedirle que regrese a alguien que ya no está dispuesto a seguir moviéndose en el mismo espacio y con las reglas de juego a las que están acostumbrados los mineros. El cierre de operaciones no es la radicalización de las opciones del espacio compartido  entre Estado y mineros, es sencillamente el fin del espacio social de la narrativa obrera de los últimos cincuenta años; en realidad el único que conoció, y el que interiorizó el proletariado como substancia. El fin de este espacio se comenzará a vislumbrar como el fin del proletariado, de las estructuras  materiales y de las estructuras  mentales de la condición obrera. Muchos hablarán de la extinción de la clase obrera.[13] Sólo años después se darán cuenta de que el fin obrero, sellado en Calamarca, no será el del proletariado en general, sino el de un tipo de proletariado, de un tipo de estructuras materiales y simbólicas de la condición de clase, y del largo y tortuoso proceso de formación de nuevas estructuras materiales y simbólicas que están dando nacimiento a una nueva condición obrera contemporánea en el siglo XXI.
 



Fuente:

La Potencia Plebeya
Álvaro García Linera
Siglo del Hombre Editores
CLACSO
Segunda Edición 2009
Pág. 197 - 210



Texto extraído  de Álvaro García Linera, “La muerte  de la condición  obrera del siglo XX”, en El retorno de la Bolivia plebeya, La Paz, Comuna y Muela del Diablo, 2000




[1] Thomas Marshall y Tom Bottomore, Ciudadanía y clase social, Madrid, Alianza, 1998
[2] David Held, “Ciudadanía y pluralismo”, en La Política, No. 3, 1996.
[3] Ernest Cassirer, Filosofía de las formas simbólicas; fenomenología del reconocimiento. Tomo II. México, Fondo de Cultura Económica, 1998.
[4] Max Weber, “Sociología de la dominación”, en Economía y sociedad, México, Fondo de Cultura Económica, 1987
[5] Norbert Bobbio, El futuro de la democracia, México, Fondo de Cultura Económica, 1986; Máximo Quisbert, “Fejuve El Alto 1990-1998: dilemas del clientelismo colectivo en el mercado político en expansión”,  Tesis de Licenciatura, carrera de Sociología, Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), 1999
[6] Pierre Bourdieu, La distinción, Madrid, Taurus, 1998; también, del mismo autor, “Campo del poder, campo intelectual y habitus de clase”, en Intelectuales, política y poder, Buenos Aires, Eudeba, 2000
[7] Georges Bataille, Lo que entiendo por soberanía, Barcelona, Paidós, 1996
[8] Axel Honneth, La lucha por el reconocimiento, Barcelona, Crítica, 1997.
[9] José Pimentel Castillo, “La marcha por la vida”, en Problemas del sindicalismo, Llallagua, Universidad Nacional Siglo XX, 2000
[10] Álvaro García Linera, “Ciudadanía y democracia  en Bolivia, 1900-1998”, en Ciencia Política, No. 4, junio de 1999
[11] Antonio Negri, Del obrero masa al obrero social, Barcelona, Anagrama, 1980
[12] Pierre Bourdieu, “La delegación y el fetichismo político”, en Cosas dichas, Barcelona, Gedisa, 1996
[13] C. Toranzo et al., Nueva derecha y desproletarización en Bolivia, La Paz, Unión Nacional de Instituciones para el Trabajo de Acción Social (UNITAS) e instituto Latinoamericano de investigaciones Sociales (ILDIS), 1989

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