jueves, 30 de junio de 2016

NACIONALISMO E IZQUIERDISMO: DOS VÍAS EN LA SENDA DEL LIBERALISMO



A lo indígena le sucede con la sociedad oficial lo mismo que a la muerte con los aferrados a la vida: ambos son colocados como negación de cualquier existencia posible. Así como la vida es la permanente huida de la muerte, en nuestros países lo "social" es la perpetua prevención de lo "indio" en el ordenamiento público; el progreso es el exterminio del indio o su doma ciudadanizante; y aun aquí, convertido en semiproletariado nómada, cualquier atisbo de indianidad es objeto de renovadas pesquisas y aplazamientos sociales: la modernidad es el extático holocausto de la racionalidad indígena, aunque lo que la sustituya sea un vulgar remedo de las inalcanzables angustias del occidental industrial; la nacionalidad es la erradicación de las identidades colectivas irreductibles a la abstracción del Estado, en tanto que la diferencia es la folclorización paternalista de las distinciones civilizadoras.

Tan internalizada está esta horrorización del llamado mundo indígena, que hasta sus personificadores, cuando pueden, salen despavoridos de allí en una búsqueda redimidora de la normatividad que los esclaviza. Lo indio es pues, para la racionalidad estatal, la purulencia social en proceso de displicente extirpación; es la muerte del sentido histórico de lo válido.

Y, sin embargo, todo brota y vuelve ineludiblemente a él: la riqueza, el poder, el colonialismo, la república son distintos nombres dados a la confiscación de las facultades creadoras que emanan de los músculos y las mentes indias. En esta irresistibilidad productora radica la tragedia de su extorsión histórica, sistemáticamente renovada a título de catequización, de patria, de campesinización, de ciudadanía o multietnización; en este sentido, se puede hablar del colonialismo como la enajenación fundamental del devenir de la sociedad contemporánea, en la medida en que anuncia la conversión de las potencias vitales del indio en fuerzas separadas, y luego ajenas, que se vuelven contra
él para domesticarlo y someterlo. Curiosamente, los mal llamados proyectos "revolucionarios" del último siglo, lejos de oponerse a esta obra devastadora, han resultado ser sus secuaces, con una efectividad sorprendente.

El nacionalismo de  Estado

Si bien es cierto que las elites coloniales, preservadas con la república, jamás abandonaron, y cuando pudieron lo llevaron a cabo, el íntimo deseo del exterminio físico de la población indígena, la prédica nacionalista ha sido la que mayores estragos ha provocado en la continuidad material y espiritual de las entidades colectivas indígenas.

Arropado en una extraordinaria predisposición popular antioligárquica, el Estado nacionalista cristalizó el proceso de delegación centralizada de soberanías públicas en manos de un equipo de funcionarios profesionales, que a la larga resultó el más exitoso de los últimos siglos. Para que funcionara esta sumisión, que cautiva ya no los cuerpos sino las almas de la gente, se precisaba algo mucho más poderoso que la fuerza compulsiva capaz de saciar el hambre de tierra, provocada por el monopolio hacendal, y algo mucho más persuasivo que el control de recursos monetarios susceptibles de corromper las fidelidades populares a favor de un Estado pródigo; se requería, por sobre todo, la uniformización del sentido popular de totalidad social imaginada, imprescindible para la reproducción material y simbólica, que es la que habilita la posibilidad de una abdicación generalizada de las prerrogativas públicas en manos de una asociación de especialistas permanentes. Y qué mejor para esta taylorización del espíritu social que la igualación compulsiva a través de la propiedad privada, la ley, la escolarización universal, el servicio militar y las restantes tecnologías de ciudadanización estatalizada, que precisamente comenzaron a funcionar una vez dispersado el humo de la insurrección de abril.

Con la construcción del individuo abstracto o sindicalizado como modos de existencia ciudadana estatalmente reconocidos, el Estado, más que emblematizar la nación, aparecerá como la nacionalización misma de la población, capturada por los límites territoriales de su influjo. Todo lo que se opone a este achatamiento homogeneizador, será catalogado paralelamente como apatrida, comunista, subversor, salvaje.

El régimen tributario del Estado colonial quedará así desdoblado en registro cultural y moral, que debe ser ofrendado diariamente en el altar de una burocracia escolar, militar, legislativa e informativa que patrulla la conciencia del flamante ciudadano. De México a Argentina, de Brasil a Colombia, de Cuba a Bolivia, el llamado Estado Nacional ha representado la producción en serie de este anónimo espécimen social llamado ciudadano civilizado, poseedor de ambiciones similares y penurias comunes. Su auténtica personalidad es el Estado, peor aún, el hombre del Estado que lo distingue en los mapas o el volumen de escurridizos beneficios que la membresía estatal permite ostentar ante las repúblicas vecinas más desdichadas.

En todos los casos, la nación-del-Estado, afanosamente perseguida por las elites mercantiles en el último siglo, ha consolidado el intento más sistemático y feroz de extirpación de las identidades sociales indígenas. Junto al disciplinamiento político-cultural, llamado a "incorporar" en la "nación"' y en la "cultura" a sujetos supuestamente "carentes" de ellas, el mercado, el dinero y el asalariamiento duradero han sido propuestos como métodos para arrancar al indio de un supuesto primitivismo petrificado en la comunidad agraria. La nación, propugnada por audaces profesionales urbanos, no ha sido entonces otra cosa que la coartada de la forzada descomunitarización de las poblaciones urbanas y suburbanas, y su encapsulamiento pasivo en una comunidad abstracta, distinguida por la falsa igualación de derechos públicos de personas económica, cultural e históricamente diferenciadas profundamente.

Este proyecto de decapitación de realidades sociales con distinto contenido étnico-cultural, productivo-organizativo, en la mayoría de los países ha culminado, o no falta mucho para lograrlo; mientras renuevan ímpetus para esta moderna cruzada, los "nacionalistas revolucionarios", de viejo y nuevo cuño, exhiben a los reductos indígenas como peculiaridades antropológicas a donde ir a verter las inclinaciones filantrópicas o turísticas de los componentes más sensibles de la "sociedad nacional".

Sin embargo, hay países donde este arrasamiento social inconcluso en su resolución es deliberadamente reproducido en ése, su estado de suspensión. Mas esto no se debe sólo a lo que algunas corrientes de pensamiento han calificado como inexpugnable resistencia de las agrupaciones llamadas "indígenas", y a un reprochable miserabilisimo estratégico de las elites gobernantes; ciertamente esta desestructuración a medias de la identidad material "indígena" tiene que ver con la densidad preservada de las formas comunales, con la falacia del proyecto homogeneizador del Estado, pero también, y ésta es una de las paradojas de la resistencia simplemente local al expolio colonial, porque es en la simultaneidad jerarquizada de distintas formas productivas y organizativas que el régimen del capital comercial, industrial y financiero puede supeditar formalmente a un conjunto abundante de tecnologías, de fidelidades culturales, de capacidades productivas no capitalistas, al proceso de monetarización forzada y a la posterior valorización del capital social considerado en su conjunto, sin que para ello medie la necesidad de grandes inversiones. Paradójicamente, se trata de un circuito de monetarización y capitalización, también implementado activamente por los propios estratos subalternos urbano-rurales, que reproducen entre sí, unos contra otros, los mecanismos de extorsión que soportan de las elites gobernantes, incrementando aún más su vulnerabilidad respecto a ellas.

El cuentapropismo, la migración intermitente a empleos precarios, la creciente mercantilización de los recursos familiar-comunales, que se deprimen sin extinguirse, son las tortuosas rutas a través de las cuales se despliega este modo de expropiación indirecta del trabajo indígena. La conversión de estas antiguas formas de acumulación del capital en programa explícito de "modernización" es lo que, en términos del consumo de la capacidad de trabajo, se ha venido a llamar neoliberalismo. Los multiculturalismos y multietnicismos con los que hoy barnizan su retórica las criaturas del nacionalismo de Estado, lejos de superar la señalización nacionalista, vienen a resarcir sus frustraciones, ya que la "tolerancia cultural" que se invoca es simplemente la legitimación discursiva del neototalitarismo del capital, que se nutre del retorcimiento suspendido de racionalidades comunales fragmentadas, parcialmente reconstituidas, y para las que las diferenciaciones culturales y políticas deliberadamente fomentadas por el Estado vienen a cohesionar los ritmos escalonados e intermitentemente congelados de la subsunción productiva al capital.

El socialismo de Estado

Si el "nacionalismo revolucionario" se presentó como la conciencia burocrática del Estado, el izquierdismo con ínfulas de marxista lo hizo como teologización de la razón estatal.

Con notables excepciones, abruptamente censuradas, la vulgata marxista se presentó en el continente como grosera apología gubernamental. La crítica radical e implacable de lo existente, inmanente a un marxismo serio, fue sustituida desde los años treinta por sacralizaciones de un " partido" y un Estado paranoico, que se creían portadores de un designio ineluctable del curso histórico.

Mientras el primero creía preservar, en la avidez confabuladora de sus miembros, la conciencia emancipada de la sociedad, y sus consignas profetizaban el advenimiento del nuevo mundo, el segundo encarnaba la eficacia actuante de la revelación. El todo poderoso Estado, cuya omnipresencia en todos los rincones de la sociedad sería la consumación de la revolución salvadora, tenía en esos partidos a sus clérigos, encargados de anunciar y conducir la nueva sociedad. La fe secularizada en el programa dividió el mundo en fieles y pecadores, estos últimos susceptibles de conversión a través del culto parroquial de la proclamada militancia.

Esta política ejercida como credo monástico no podía menos que converger en la divinización de las jerarquías ventrílocuas que se atribuían la palabra y el mandato de la gente, en este caso, del proletariado y del pueblo. ¿Qué hay que dar pan a los hambrientos? ¿Qué hay que dar agua a los sedientos? ¿Qué hay que curar a los enfermos? ¿Qué hay que dar trabajo a los desocupados? ¿Qué hay que dar tierra a los desposeídos? ¿Qué hay que liberar a los oprimidos? Por supuesto, responden. Y quién más propicio para tan noble tarea que el supuesto "Estado socialista", que sabe lo que la chusma de hambrientos inconscientes necesita.

Pero si hay que dar de comer, de beber, de trabajar, primero los apóstoles de esta empresa han de tener los panes que se han de repartir y el vino que se ha de dividir. El Estado nacional popular, "obrero" o como quiera llamársele, pero Estado al fin, precisamente ha de ser la ocupación centralizada de las riquezas en manos de una autotitulada vanguardia benevolente, que ha de dar a todos en nombre de todos. Así, si antes era tras la nación que se agazapaba el pequeño capital local, ahora es el fantasma de una revolución tras de la que se halla emboscada otra angurria particular del burócrata convicto, que quiere encumbrar su interés privado como interés colectivo.

¿Y es que acaso la estatalización de la producción, de la riqueza, de la vida, que tanto añora el pensamiento izquierdizante trastoca lo que nacionalistas, republicanos y realistas han implantado siglo tras siglo? Para nada. Simplemente elevan a grado superior lo que sus antecesores han inaugurado. El clásico mercado laboral del capitalismo de libre concurrencia, en el Capitalismo de Estado Absoluto, impostoramente llamado "socialismo" (por ejemplo, la ex Unión Soviética) es metamorfoseado en sobreacumulación de obreros en oficios irrelevantes, que compiten entre sí frente a los directores de empresa nombrados burocráticamente por el "partido"; la equivalencia de la fuerza de trabajo a un quantum de trabajo abstracto cosificado de la sociedad de mercado tiene en el Estado Propietario a su difusor, que se yergue como equivalente general simbólico de la abstracción de los distintos trabajos concretos. La tiranía patronal en el proceso de trabajo de la "libre empresa", en el capitalismo de Estado, es sustituida por el despotismo funcionario, que replica las exigencias empresariales en el trabajador directo; la competencia entre las empresas tiene en este supuesto "socialismo" la forma de competencia de ramas de producción en la asignación de recursos materiales y humanos, mientras que la propiedad estatal, en vez de hacer desaparecer los mandos jerárquicos y el uso de las tecnologías como medios de explotación y descalificación de las autonomías obreras en la producción, las intensifica y unifica como patrimonio de los organismos burocráticos de la planificación.

La estatalización de la sociedad, en la que un tipo de izquierda se ha regodeado durante el último siglo, en los hechos ha reemplazado la valorización del valor en cuanto intención personal de empresarios-propietarios por el mismo proyecto, pero ahora encauzada como estrategia centralizada de jerarcas públicos. El mentado "socialismo" al que convocaban, en realidad solamente encubría un capitalismo de Estado y un correlato político que, precisamente, idolatraba al Estado y a cualquier práctica que lo venerara. La política, desde entonces y hasta ahora, ha quedado deformada como querella evangélica, en la que puñados de funcionarios se disputan el derecho a los cargos públicos.

Tenemos así que, mientras para los funcionarios en ejercicio hacer política es rotar en ministerios, ocupar oficinas gubernamentales y hacerse elegir en las diputaciones; para los protofuncionarios, que se llaman de izquierda mientras están en la sala de espera, la política es la ocupación de direcciones sindicales, centros de estudiantes y, si se puede, alguna concejalía o al menos una organización no gubernamental (ONG) para desde ahí "lanzar línea".

La diferencia entre ellos es sólo de grado; todos por igual exhiben inescrupulosamente una obsesión por la suplantación de la plebe, por la representación perennizada, por la reificación de la jerarquía. Aquí la política es el usufructo de la sumisión voluntaria de las personas hacia las jerarquías institucionalizadas que acaparan el mandar, el decir público, el gobernar. No es casualidad que esta mal llamada izquierda que rinde culto al Estado haya propugnado obstinadamente la abstracción mercantil de los individuos como modo de volverlos prisioneros de la representación general en el Estado o desertificación del mundo indígena en cuanto portador de distintos modos de unificación social.

Para que la cohesión de las personas se dé por medio de la igualdad abstracta del ciudadano, el capital, con la mercantilización mayoritaria de las actividades productivas e inventivas de la gente, y el Estado, con el dísciplinamiento cívico, deben derogar la sustancia de otros modos de identidad grupal reproductiva, fundadas en las facultades más sensibles, míticas y comunitarias de las personas; sólo en ese momento, la capitulación de las voluntades individuales en el abismo de una voluntad general autonomizada adquirirá una realidad tecnológica autofundada. Precisamente, la obtención de dicho objetivo ha sido el programa agrario, y desde hace poco "étnico-cultural", del izquierdismo, ya sea en sus vertientes más radicales o reformistas. La campesinización, obrerización y colectivización ofertadas, no sólo reflejaron esa enfermiza propensión a convertir en ley natural lo que en otras partes del mundo fue una excepcional contingencia histórica, sino que, por sobre todo, testificaron una aversión inocultable hacia unas extrañas racionalidades comunales que los desconocen a ellos como regidores absolutos de los poderes públicos.

Con la excepción de José Carlos Mariátegui en Perú, que vio a la comunidad como fuerza cooperativa, pero no como tecnología de interunificación política a gran escala; de Jorge Ovando Sáenz, que imaginó en la autonomía indígena una forma más expedita de la ciudadanización estatalizable, mas no germen de unificación social al margen del Estado y el capital; y de René Zavaleta, que dio cuenta de la constitución de una intersubjetividad nacional indígena por fuera de la subsunción real, aunque de porvenir desdichado frente a la expansión del régimen del valor-mercantil; el tenue pensamiento socialista se presentó como la avanzada más compacta de la uniformización indígena, si bien ya no sobre la base del molde mestizo-votante del nacionalismo, sí del asalariamiento cuartelero que complementaba al primero.

La mirada condescendiente, que de rato en rato el izquierdismo regalaba a los movimientos indígenas, nunca estuvo exenta del afán clientelista copiado de los nacionalistas, además de estar marcada por un gracioso paternalismo, similar al de los ejércitos bolivarianos en camino a las ciudades liberadas: si ellos tuvieron a la indiada como quépiris[1] de sus alimentos y decoración  paisajista a la vereda de los caminos, el vanguardismo los requería para hacerse alzar en hombros en su entrada triunfal al palacio quemado.

El gamonalismo de la izquierda no es pues un adjetivo, sino un contenido implícito en ese afán irrefrenable por atribuirse la tutoría de indios y obreros, de quienes siempre ha dudado que tengan conciencia revolucionaria, así como sus antecesores españoles también dudaron que los indios tuvieran alma. A pesar del tiempo, este prejuicio colonial no se ha extinguido, ni en la resaca izquierdista después del derrumbe del Muro de Berlín. Toda la charlatanería sobre los "pueblos originarios", con la que quieren remozar las decadentes letanías estatalizantes, se  rinde ante la exigencia imperativa de un padrinazgo "boliviano" sobre las nacioncitas de segunda clase a quienes se les regalarán dosificadamente autonomías controladas que no pondrán en entredicho la "unidad nacional". La cultura y los nichos "indígenas" son reconocidos en cuanto ese reconocimiento permite la manipulación de símbolos susceptibles de encapsular votos electorales. En definitiva, las variantes aún más indigenistas del socialismo de Estado pueden ser vistas como racionalización de las estructuras políticas y mentales engendradas por la colonización o, si se prefiere, como renovada neutralización de los reclamos indígenas manifestados en las décadas recientes.



Fuente:

La Potencia Plebeya
Álvaro García Linera
Siglo del Hombre Editores
CLACSO
Segunda Edición 2009
Pág. 251 - 260


Fragmento extraído de la "Narrativa colonial y narrativa comunal. Un acercamiento a la rebelión como reinvención de la política'', de Álvaro García Linera, en Memoria de la XI Reunión Anual de Etnología, La Paz, Museo Nacional de Etnografía y Folklore (MUSEF), 1998.



[1] Porteadores de carga que toman su denominación del bulto que llevaban a la espalda (N. del E.).

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