domingo, 6 de agosto de 2017

CENTENARIO DE LA REVOLUCIÓN RUSA: LAS MISMAS DISYUNTIVAS QUE EN 1917




04/08/2017 | Claudio Katz 

La revolución rusa fue el principal acontecimiento del siglo XX. Generó enormes transformaciones sociales y suscitó una inédita expectativa de emancipación entre millones de oprimidos.

Ese impacto se verificó en el pánico que invadió a las clases dominantes. Algunos temieron la pérdida de sus privilegios, otros creyeron que se extinguía su control de la sociedad y muchos se prepararon para el ocaso final de la supremacía burguesa. Ese miedo explica las enormes concesiones de posguerra. El estado de bienestar, la gratuidad de ciertos servicios básicos, el objetivo del pleno empleo y el aumento del consumo popular eran mejoras impensables antes del bolchevismo. Los capitalistas aceptaron esas conquistas por temor al comunismo.

De ese pavor surgió el concepto de justicia social, como un conjunto de derechos de los desamparados y el registro de la desigualdad como una adversidad. La revolución impuso la mayor incorporación de derechos colectivos de la historia. Los capitalistas copiaron normas establecidas por el régimen soviético para disuadir la imitación de ese modelo. Aceptaron la universalización de las pensiones y la seguridad laboral.

El propio esquema keynesiano de consumo masivo irrumpió por temor al socialismo. La dinámica espontánea de la acumulación privilegiaba las ganancias y no contemplaba mejoras estables de los ingresos populares.

Los fantasmas creados por la revolución perduraron más tiempo que su efectiva incidencia. Al cabo de muchas experiencias las potencias occidentales digirieron la existencia de la Unión Soviética y concertaron una convivencia, para garantizar la continuidad del capitalismo en el grueso del planeta. Pero mientras subsistió el denominado bloque socialista, la memoria de los soviets continuó inquietando a los poderosos.

Sólo el desplome de ese adversario restauró la confianza de los capitalistas. Reforzaron el neoliberalismo y recompusieron los mecanismos clásicos de la explotación, con flexibilización laboral, masificación del desempleo y ensanchamiento de las brechas sociales.

Las modalidades desenfrenadas del capitalismo reaparecieron en las últimas décadas por ausencia de contrapesos. Esa virulencia tiende a recrear las catástrofes que desataron el tsunami de 1917, replanteando lo ocurrido hace cien años.

El impacto de Octubre

La cronología de la revolución entre febrero y octubre de 1917 ha sido detalladamente investigada. Comenzó con las protestas que forzaron la abdicación del zar y la constitución del gobierno de Kerensky. Esa administración provisional actuó bajo la presión directa de los soviets obreros que florecieron en los centros industriales. Exigían el cumplimiento de categóricas demandas de paz, pan y tierra.

Como el gobierno prosiguió la guerra y pospuso las reformas exigidas por los trabajadores, la influencia de los bolcheviques se acrecentó junto al descontento popular. Kerensky perdió autoridad y un intento golpista de la derecha (Kornilov) sucumbió ante la resistencia obrera.

En un marco de deserciones masivas en el frente y protestas de los campesinos, el partido de Lenin lideró la toma del Palacio de Invierno. Este desenlace coronó una estrategia revolucionaria definida en las tesis de abril y consumada con la insurrección. En los diez días que conmovieron al mundo se perpetró la acción más impactante de la historia contemporánea.

La revolución coronó su antecedente de 1905 y formó parte de un ciclo internacional de convulsiones inaugurado en México (1910) y China (1911). Pero la gesta bolchevique no sólo fue victoriosa. Incentivó la gran secuela de sublevaciones anticapitalistas que sacudió a Europa en los años 20 (Hungría, Alemania, Bulgaria, Italia).

Esa oleada se proyectó a la década siguiente y fue recién contenida por el ascenso del fascismo y la derrota de la república en la guerra civil española. Todas las conmociones de entre-guerra (incluida la depresión del 30) fueron derivaciones del viraje iniciado en 1917.

El triunfo de los bolcheviques condujo a revisar el sentido contemporáneo de la revolución. Las grandes gestas de Inglaterra (1648), Estados Unidos (1776) o Francia (1789) fueron conceptualizadas con posterioridad a su estallido. Lo mismo ocurrió con la Comuna de Paris (1871).

En Rusia prevaleció, por el contrario, una conciencia plena del acontecimiento. Los seguidores de Lenin inauguraron la costumbre de teorizar las revoluciones sobre su propia marcha. Todo el pensamiento marxista fue desarrollado en estricta conexión con esos procesos y distintas teorías (dependencia, desarrollo desigual o combinado, imperialismo) fueron concebidas para esclarecer el momento, la oportunidad o la localización de la revolución.

La acción bolchevique confirmó la diferencia cualitativa que separa una revolución contemporánea de cualquier rebelión. Puso de relieve no sólo la existencia de un levantamiento de los oprimidos, sino también la gravitación de los desenlaces militares, el desmoronamiento del estado y la aparición de organismos de poder popular. Ilustró cómo estos últimos pilares sustentan la construcción de un orden alternativo. Los soviets inauguraron las modalidades del poder dual, que emergieron en otras revoluciones del siglo XX a través de consejos, movimientos o ejércitos.

Lo ocurrido en 1917 también confirmó que las revoluciones irrumpen en situaciones extremas y frecuentemente influidas por la guerra. La batalla frontal contra el capitalismo no emergió como se suponía de una crisis económica, sino del tormento creado por la conflagración entre imperios. El involucramiento forzado de Rusia en esa sangría generó dos millones de muertos y una resistencia masiva de los soldados a ofrendarse como carne de cañón. La demolición del estado zarista por la guerra facilitó la fulminante victoria de los bolcheviques, que conquistaron la adhesión popular cuando Kerensky se negó a negociar la paz.

Lenin concertó el fin de las hostilidades a un altísimo precio. Suscribió acuerdos que entregaban vastos y poblados territorios para cumplir con lo prometido. La audacia exhibida para tomar el poder fue complementada con un gran realismo en el manejo del Estado.

Cada paso transitado por los bolcheviques fue estudiado con fascinación por varias generaciones de militantes. Todos asimilaron la nueva cultura comunista con la mira puesta en repetir la insurrección de octubre.

Revolución socialista

La principal novedad de 1917 fue el carácter socialista de la revolución. Esta singularidad quedó definida por un conjunto de objetivos, prácticas, sujetos, direcciones y horizontes geográficos.

Los bolcheviques explicitaron de inmediato sus metas comunistas. Enunciaron esa finalidad y señalaron caminos para alcanzarla. Propusieron avanzar hacia la igualdad social, mediante un sistema político de auto-administración popular y un régimen económico de propiedad colectiva de los medios de producción. Discutieron la eventual temporalidad de ese proceso y el tipo de transición requerido para coronarlo. Concibieron ese futuro como un resultado de acciones humanas conscientes, muy alejadas de cualquier expectativa religiosa en un devenir venturoso.

Pero la práctica anticapitalista definió más el curso de la revolución que las previsiones teóricas. La intensidad de la confrontación con las clases dominantes derivó en una encarnizada guerra civil y una imprevista sucesión de expropiaciones. El control obrero sobre las empresas se transformó en anulación de la propiedad y derivó en una serie de contramarchas, para adaptar la retrasada economía rusa a la necesaria subsistencia del mercado.

El modelo de estatización plena (comunismo de guerra) fue reemplazado por una combinación de planificación con mecanismos de oferta y demanda (NEP). Ese vaivén ilustró que la construcción socialista no sigue un libreto previo.

La revolución fue protagonizada por la clase obrera. Un sector numéricamente minoritario pero altamente concentrado definió el desenlace de las principales batallas, corroborando la gran incidencia de su cohesión social y gravitación económica.Pero la victoria fue conseguida mediante una alianza con los campesinos, que forjaron en las trincheras el mismo tipo de soviets erigidos por los asalariados en las ciudades. Esa red común de organización popular sostuvo la caída del zar, el desplazamiento de Kerensky y la insurrección bolchevique.

Lenin consolidó esa unión decretando la confiscación de grandes propiedades y su entrega a los campesinos. Implementó una gigantesca transformación social que permitió la victoria del ejército rojo en la guerra civil.

El secreto de esos logros fue el partido construido por Lenin en un minucioso trabajo de organización. Ese agrupamiento encajó con las acciones requeridas para tumbar una autocracia represiva y liderar un proceso insurreccional. Esa estructura le permitió a los bolcheviques lidiar con el desastre económico, el aislamiento internacional y la invasión extranjera.

El partido introdujo una inédita combinación de disciplina y convicción. Conformó una red de acción muy efectiva y con pocos precedentes desde las órdenes monásticas de la Edad Media.

Pero más significativa fue la consolidación de una nueva forma de militancia inspirada en la fascinación que suscitaron los bolcheviques. Tres generaciones de luchadores se incorporaron en todo el planeta a los partidos que promovían la imitación del ejemplo soviético. La pertenencia a esas organizaciones se transformó en un ideal de vida, para quiénes asumieron compromisos incondicionales con la construcción del hombre nuevo. La convicción comunista reemplazó a la coacción militar y al misticismo religioso, como principal motivación del comportamiento heroico.

La revolución rusa fue concebida como un peldaño de sublevaciones internacionales que debían continuar en Europa. Cuando decayó esa expectativa se priorizó la apuesta por el socialismo en Oriente. Lenin fundó la III Internacional para fomentar la revolución en todo el mundo y a pesar de las restrictivas condiciones que impuso para el ingreso a esa organización, logró un extraordinario grado de adhesión.

La revolución rusa adoptó, por lo tanto, un perfil socialista en sus metas, prácticas, protagonistas, liderazgos y escalas internacionales. Estos rasgos la distinguieron de sus equivalentes nacionales, democráticos, antiimperialistas o agrarios de otras latitudes y circunstancias.

De toda esa variedad de componentes el sesgo socialista quedó principalmente determinado por la adopción de medidas anticapitalistas. Ese ingrediente definió la principal singularidad de la gesta de octubre.

Dinámica de radicalización

La revolución rusa zanjó viejos debates sobre el debut del socialismo. Marx había supuesto que esa transformación comenzaría en Europa, luego realzó el impacto de los alzamientos en la periferia y finalmente avizoró varios cursos posibles. Consideró que Rusia podría transitar un camino asentado en la subsistencia de las comunas agrarias. Ese país concentraba múltiples interrogantes por la combinación de feudalismo con capitalismo, arraigo simultáneo en Europa y Asia y mixturas extremas de modernidad y atraso, bajo una obsoleta monarquía. El predominio campesino coexistía con un continuado crecimiento fabril, que suscitaba muchos interrogantes sobre el régimen económico-político sustituiría al zarismo.

Los teóricos populistas (Danielson,Vorontsoy) descartaban la factibilidad del capitalismo por la estrechez de los mercados y proponían un salto directo al socialismo asentado en las formaciones agrarias. Los denominados marxistas legales (Tugan, Bulgakov) resaltaban el peso de la clase obrera, ponderaban las luchas económico-sindicales y esperaban resultados positivos de una reforma liberal de la monarquía.

Los mencheviques (Plejanov) creían conveniente un desarrollo clásico del capitalismo pos-zarista. Concebían al socialismo como un producto ulterior de esa expansión y convocaban a una alianza con la burguesía para acelerar esa transición.

También los bolcheviques consideraban al principio necesario el pasaje por un periodo capitalista. Pero rechazaban la rigidez de periodos estrictamente delimitados para el avance al socialismo. Lenin promovía una revolución agraria -a través de la nacionalización de la tierra- para impulsar el empalme entre ambas etapas.

Sólo Trotsky avizoró desde 1905 el carácter socialista que asumiría un levantamiento exitoso contra el zarismo. Intuyó que la defección de la burguesía y la movilización radical del campesinado, induciría al proletariado a desbordar el marco capitalista. Los acontecimientos de 1917 confirmaron esa previsión.

Pero la victoria bolchevique emergió de las audaces decisiones impulsadas por Lenin, que sustituyó su planteo de revolución democrática por una opción directamente socialista. Maduró ese viraje frente a la beligerancia popular, la irrupción de los soviets y la capitulación del gobierno provisional.

La flexibilidad política del líder comunista fue decisiva. Adoptó conclusiones de Trotsky que había rechazado anteriormente y asumió postulados de los populistas, que había combatido frontalmente.

Esa conducta ilustró la gravitación de una actitud consecuente y la centralidad del principio de radicalización en una estrategia revolucionaria. El hito bolchevique comenzó con peticiones de paz, pan y tierra y terminó con la captura del Palacio de Invierno. La dirección comunista motorizó esa dinámica, sabiendo que el logro de los anhelos populares requería asumir decisiones radicales.

Esa política definió todos los sucesos de febrero a octubre. Lenin retomó el comportamiento propiciado por Marx en 1848, cuando alentó un desemboque socialista de la revolución democrática alemana. También compartió la conducta asumida por Rosa Luxemburg, para transformar las reformas sociales en plataformas de acción revolucionaria. La radicalización propiciada por Lenin condujo a los soviets al poder.

Referente de múltiples procesos

La revolución rusa se convirtió en el modelo general de cambio radical del siglo XX. Su impacto fue tan significativo que algunos historiadores definieron la temporalidad acortada de esa centuria por el inicio y desaparición de la Unión Soviética.

Los bolcheviques indicaron un sendero socialista para los anhelos de democracia, soberanía y desarrollo de distintos países. Pusieron de relieve que las revoluciones no estallan persiguiendo objetivos anticapitalistas inmediatos. Esas metas maduran en la confrontación con las clases opresoras.

En Rusia las prioridades fueron el derrocamiento del zar, el fin de la guerra y la eliminación de la nobleza. En otras latitudes se batalló para erradicar la opresión colonial, tumbar dictaduras, conquistarlibertades públicas o iniciar procesos de industrialización.

La expansión inmediata de la acción bolchevique quedó detenida por los resultados adversos de los intentos insurreccionales en Europa. Pero al concluir la Segunda Guerra Mundial, la herencia de Lenin reapareció en Yugoslavia y China y en los años 70 se verificó en Vietnam. Todos esos procesos retomaron el principio de erradicar la dominación de una minoría capitalista sobre el conjunto de la sociedad.

La familiaridad de la revolución cubana con su precedente soviético fue igualmente nítida. Las columnas guerrilleras que ingresaron en La Habana actuaron contra la tiranía de Batista con la misma contundencia que los soviets. Respondieron a la agresión imperialista con acelerados procesos de nacionalización y una explícita asunción de la identidad socialista. Esa valentía evitó la frustración que se verificó en las dos grandes revoluciones precedentes de la región (México en 1910 y Bolivia en 1952).

Cuba no sólo siguió las huellas de 1917. Revitalizó el alicaído legado de Lenin al cabo de varias décadas de deformación burocrática. Esa renovación se observó en la recuperación del internacionalismo revolucionario por parte del Che Guevara.

Los ecos de la III Internacional reaparecieron en la OLAS y en las Conferencias Tricontinentales. A diferencia de otras iniciativas transformadoras de la época (como Bandung). Los eventos promovidos por Cuba proponían explícitamente expandir el fermento revolucionario, creando "uno, dos y muchos Vietnam".

Fidel continuó el proyecto inaugurado por Lenin y ocupó en América Latina un lugar equivalente al impulsor de los soviets. Actuó con la misma osadía en la radicalización de un proyecto popular.

¿Germen del stalinismo?

Desde la caída de la URSS el análisis de la revolución rusa fue reemplazado por su denigración. Se presentó al mayor intento de reducir la desigualdad como la peor desgracia de la historia contemporánea.

El pico de esas impugnaciones reaccionarias se produjo en los aniversarios de las últimas dos décadas (1997 y 2007). Un libro negro sobre el comunismo (Courtois, 2010: 52-129) reunió relatos furibundos contra el bolchevismo. Describe la revolución como una escalada de crímenes perpetrados por ambiciosos conspiradores. Acusa al leninismo de incontables atrocidades, omitiendo el horror precedente generado por la inmolación de soldados en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Desconoce, además, que la insurrección de octubre fue una acción casi incruenta.

La sangría sólo reapareció en los años posteriores por la guerra civil que desataron los ejércitos blancos, apoyados por las potencias imperiales. Esa contrarrevolución provocó ocho millones de víctimas y dejó un país en ruinas, con fábricas abandonadas y pueblos hambreados.

La principal acusación contra el leninismo recae sobre el terror rojo, que organizaron los servicios de seguridad de bolcheviques (Tcheka). Tuvieron grandes atribuciones de intimidación y ejecución para contrarrestar la criminalidad de los blancos. Las muertes que generó esa defensa fueron muy inferiores a las ocasionadas por los derechistas y a las predominantes en otras revoluciones clásicas (como la francesa).

Es indudable que el poder soviético incluyó injusticias. Pero esas desgracias han acompañado a todas las transformaciones radicales de la historia. Si se impugna al bolchevismo por esa desventura, habría que invalidar los distintos procesos de liberación, independencia o república de los últimos siglos. Ningún país podría celebrar sus fiestas patrias.

Los críticos acusan a Lenin de utilizar la mascarada de un proyecto igualitario, para instaurar la dictadura de un grupo sobre sus adversarios. Estiman que la ilegalización de otros partidos retrata esa perversión. Pero olvidan que esas restricciones fueron adoptadas durante la guerra civil, en medio de atentados y asesinatos. Se desenvolvieron en el marco político de polarización que precipitó la dispersión y extinción de la oposición. También aquí la revolución rusa reprodujo lo ocurrido en casos precedentes, que los historiadores suelen enaltecer cuando involucra al surgimiento de su propia nación.

Muchos cuestionadores observan en la revolución el germen de la pesadilla sufrida por la Unión Soviética bajo Stalin. Pero deberían reconocer que la sublevación de los soviets contenía gérmenes de todo tipo, cuya maduración no estaba predeterminada. La derivación stalinista fue un resultado negativo de varios desemboques posibles.

El stalinismo obturó primero y anuló posteriormente el sentido democrático de la revolución. Consagró la usurpación del poder por parte de una capa burocrática, que consolidó sus privilegios a costa de la mayoría popular. Sustituyó la confrontación con la derrotada contrarrevolución por una demolición de los vestigios del bolchevismo.

La asociación de Lenin con Stalin queda desmentida por la simple constatación de la purga perpetrada contra los artífices de octubre. Muy pocos protagonistas de esa gesta sobrevivieron a la brutal limpieza de opositores. Esa matanza enterró gran parte del legado de la revolución y anticipó la sangría adicional que provocó la colectivización forzosa.

Remontar a Lenin la responsabilidad de estas tragedias es un artificio. Supone concebir todo el curso de la historia como un destino signado por diabólicos bautismos. Con ese criterio habría que culpabilizar a Robespierre por los atropellos cometidos durante la restauración, atribuir a Washington los tormentos perpetrados por los esclavistas del Sur y achacar a San Martin o Bolívar las terribles tiranías padecidas por Sudamérica durante el siglo XIX.

El extremo de esa denigración es la equiparación del bolchevismo con el nazismo. Algunos afirman que Hitler fue una reacción lamentable, pero legítima contra el comunismo (Nolte, 2011: 178-205). Esta versión abandona la hipocresía occidental y retoma la justificación del fascismo, que las clases dominantes compartieron durante su fracasada cruzada contra la URSS.

La supervivencia del país costó 27 millones de muertos y elevó a 40 millones el total de víctimas afrontadas en el corto periodo de una generación. La magnitud de esa catástrofe condicionó el devenir posterior de la URSS. El régimen stalinista se estabilizó al cabo de la heroica victoria lograda contra los invasores. Posteriormente ese poder se afianzó con un crecimiento industrial, que modificó por completo la estructura social en todo el territorio.

La celebración de 1917 persistió en la posguerra como un homenaje ritual, vaciado de contenido y asentado en la fraudulenta presentación de Stalin como continuador de Lenin. La exaltación de los logros conseguidos por la URSS ensombreció las críticas y distorsionó la descripción de lo ocurrido, en los míticos meses de febrero y octubre.

¿Golpe de Estado?

Existe otra presentación de la revolución de octubre como un golpe de estado. Esa tesis del complot supone que Lenin recurrió a una astuta utilización de los soviets, engañó a sus adversarios y aprovechó un momento propicio para apoderarse del gobierno.

Esa simplificación retoma la vieja tradición de convertir los acontecimientos históricos en tramas novelescas. Ignora los hechos, evita interpretaciones y reduce procesos que involucran a millones de individuos a pequeñas disputas entre sediciosos. Esa mirada se inspira en teorías conspirativas que presuponen la estabilidad, normalidad o equilibrio del capitalismo. Por eso imaginan que la principal amenaza contra el sistema proviene de perversos villanos.

Pero en el caso de octubre ese enfoque queda desmentido por el alto grado de participación popular. Los bolcheviques contaron con un gran respaldo social para su acción. Este sustento explica el reducido número de víctimas de la gesta de octubre. Lejos de coronar un putch, los soviets fulminaron a un régimen aislado y repudiado. 

Lo mismo ocurrió con todas las revoluciones significativas que antecedieron o sucedieron a 1917. Pero ese tipo de acontecimientos resulta enigmático para los buscadores de complots. No pueden entender el patrón de acción colectiva que predomina en los procesos signados por el protagonismo popular.

Presentar lo ocurrido en 1917 como un golpe de Estado es por otra parte una obviedad. Cualquier transferencia del poder ejecutada fuera de la institucionalidad vigente viola la legalidad de ese sistema. Lo que debe juzgarse es la validez o ilegitimidad de ese desenlace. Objetarlo en sí mismo equivale a justificar al régimen precedente.

La crítica a Lenin por su violación de la legalidad fue especialmente propagada por distintos analistas, que cuestionaron el desconocimiento de las normas institucionales, recurriendo a los viejos dogmas del liberalismo. Pero olvidaron que los soviets se alzaron contra una monarquía y un gobierno que perpetuaba la masacre de los soldados. ¿Qué instituciones respetaban los agentes de la nobleza y el despojo territorial?

Las revoluciones siempre estallan en situaciones extremas que pulverizan la legalidad vigente. Los insurrectos de octubre se alzaron para preservar la vida de una población triturada por la carnicería bélica. Comprendieron que el capitalismo y sus fachadas institucionales generan esos padecimientos. El gran mérito de 1917 fue promover un sistema alternativo a las hipócritas modalidades de la dominación burguesa.

Lejos de constituir una anomalía, la revolución rusa formó parte de las periódicas disrupciones que afronta el capitalismo. Pero añadió al alzamiento desde abajo, un ingreso masivo de los explotados a la acción política directa. Ese significado es imperceptible para los detractores del bolchevismo.

¿Una ilusión?

La revolución no sólo fue impugnada por el uso de la fuerza. También recibió objeciones por su quimérica ilusión en el socialismo (Furet, 1995: 12-33). Esa crítica rechaza todo intento de construir una sociedad igualitaria, descontando que los explotados deben resignarse a la sumisión. Postula esa exigencia desde una posición de privilegio, que considera tan natural la desigualdad como los beneficios de los enriquecidos.

El argumento más repetido para imaginar la eternidad de las ganancias capitalistas es el fracaso económico de la URSS. Se remarca especialmente el resultado adverso de la competencia intentada con los Estados Unidos. Pero la comparación olvida que Rusia era una economía semiperiférica en acelerado desarrollo, sometida al sistemático hostigamiento de la principal potencia del planeta. Los dos países nunca estuvieron situados en el mismo plano.

La guerra fría generalizó una distorsionada imagen de contendientes semejantes y reforzó la presión sobre la URSS para rivalizar en desventaja. Esa concurrencia obligó al país a desviar una gran proporción de su PBI hacia gastos militares, que obstruyeron el desenvolvimiento de sectores prioritarios.

La URSS no logró consumar el catch up con las economías centrales, pero superó ampliamente a sus equivalentes en tasas de crecimiento e índices de desarrollo humano. Ni siquiera el prolongado estancamiento de los años 70-80 afectó ese posicionamiento.

El desplome del régimen obedeció más a la decisión política de modificar un sistema, que a los desequilibrios económicos que arrastraba el país. Los gobernantes rechazaban un desenvolvimiento genuinamente socialista y apostaban a su propia conversión en burgueses. Envidiaban el confort de los millonarios de Occidente e idealizaban el estilo de vida norteamericano. Cuando encontraron la oportunidad para reconvertirse en capitalistas, abandonaron el incómodo maquillaje comunista.

La mayoría de la población valoraba las mejoras sociales pero se mantuvo inactiva. Toleró ese viraje al cabo de décadas de inmovilidad y despolitización. Un régimen de censuras y prohibiciones generalizó la apatía popular, asfixió la cultura y alejó a la intelectualidad.

La oportunidad para una renovación socialista se perdió en los años de la Primavera Checoslovaca (1968). Posteriormente imperó un desencanto que precipitó la vertiginosa y triste disolución de la URSS.

Fuerzas productivas

Las polémicas con los cuestionadores del socialismo ocupan un lugar preeminente en el aniversario de la revolución. Pero los debates son también significativos entre los defensores de la gesta leninista. Algunos pensadores realzan la acción bolchevique pero consideran que apresuró la marcha del socialismo. Estiman que ese proyecto debió adaptarse a la madurez de las fuerzas productivas y sugieren que la URSS falló por esa restricción objetiva (Pomar, 2015).

Esa mirada tiene puntos en común con la objeción que anticipó Kautsky al carácter prematuro de la acción soviética. Señaló que el retraso productivo de Rusia privaba al país de la base material requerida para avanzar hacia el socialismo. Lenin y Trotsky rechazaron acaloradamente ese mismo cuestionamiento por parte de Plejanov.

La crítica olvida el carácter intempestivo de procesos revolucionarios que no respetan horario, ni fechas de irrupción. Esas acciones emergen por la belicosidad, conciencia o experiencia de los oprimidos y no se adaptan a esquemas preestablecidos de evolución humana. Las vertientes objetivistas del marxismo no comprenden esa autonomía de los sujetos.

La misma objeción a la carencia de basamentos materiales para encarar la apuesta socialista era expuesta por los Partidos Comunistas, que postulaban estrategias por etapas en la periferia. Promovían modelos de capitalismo en alianza con las burguesías nacionales, alegando la inviabilidad inmediata del socialismo.

Pero durante el siglo XX fallaron en las economías subdesarrolladas todos los intentos de copiar el desenvolvimiento de los países centrales. Las revoluciones socialistas irrumpieron justamente en la periferia, por el carácter más acentuado de las crisis capitalistas en esas zonas.

Es un contrasentido afirmar que el socialismo debe evitarse en las regiones que más necesitan su instrumentación. El modelo evolutivo desconoce que la periferia concentra desequilibrios agravados que exigen urgentes respuestas antisistémicas.

Es cierto que el socialismo es un proyecto global cuya implementación plena es inviable en un sólo país o región. Pero esa limitación no invalida el inicio de ese proceso en donde sea necesario. Ese debut no contradice el reconocimiento de la significativa brecha que separa el comienzo de la conclusión de un proceso transformador. Pero si esas mutaciones no empiezan cuando son requeridas el ideal socialista languidecerá en el ensueño.

El papel del Estado

El análisis de lo ocurrido en la URSS exige superar la ingenua creencia que lo ocurrido bajo ese régimen “no nos concierne” a quienes cuestionamos el despotismo burocrático. Es más conveniente revisar lo sucedido asumiendo la familiaridad con las dificultades que afrontó ese proceso. Son obstáculos que reaparecerán en cualquier intento de construcción pos-capitalista.

Es muy corriente afirmar que la revolución bolchevique demostró capacidad para tomar el poder, pero no para erigir una sociedad alternativa. Se atribuye esa limitación a la burocratización que sucedió a ese triunfo (Zibechi, 2017). El tipo de burocracia prevaleciente en la URSS fue discutido durante décadas. El paso del tiempo ha confirmado el acierto de los enfoques que resaltaron la peculiaridad no capitalista del funcionariado de ese sistema.

El gran cambio de los últimos 25 años en comparación a la dinámica vigente con Stalin, Krushev, Breshnev o Gorbachov radica en la nueva presencia de una clase dominante. La restauración del capitalismo fue la principal consecuencia del desplome de la URSS. Pero la crítica a la burocracia -que en el pasado propiciaba una renovación socialista- es frecuentemente esgrimida en la actualidad, para cuestionar la propia conquista del poder. Se objeta el camino leninista atribuyendo las deformaciones de la URSS al curso estatista iniciado por los bolcheviques. Se supone que eludiendo ese sendero se podría abrir un rumbo más libertario de emancipación, asentado en florecimiento de emprendimientos autogestionarios.

Pero la URSS ofrece un modelo concreto de logros y fracasos del intento pos-capitalista. En cambio la tesis de puras comunas no brinda antecedentes, ni pistas de la trayectoria que seguiría su proyecto. Ese enfoque se limita a enunciar vagas convocatorias a “cambiar el mundo sin tomar el poder”, evitando explicar cómo podría soslayarse el manejo y la transformación del estado para implementar un cambio revolucionario.

La construcción de contrapoderes alternativos en los poros de la sociedad es un importante paso en la batalla para erradicar al capitalismo. Pero el principal resorte de esa mutación es la sustitución del estado burgués por otra modalidad estatal, gestionada por las mayorías populares.

El éxito bolchevique pareció agotar una controversia que tradicionalmente opuso al marxismo con el anarquismo. Pero la implosión de la URSS ha reavivado el debate. Con todas las frustraciones que acumula, la tesis socialista sigue ofreciendo argumentos teóricos e indicios prácticos más sólidos que la vaga opción libertaria.

El exclusivismo proletario

Ciertos enfoques idealizan la victoria de 1917 como el único modelo de revolución socialista. Consideran que otros triunfos equivalentes como la revolución cubana no alcanzaron ese estatus por ausencia de liderazgo proletario (Altamira, 2016).

Esta visión no desconoce que en Cuba hubo expropiación del capital, enormes logros socio-económicos y exitosa resistencia al imperialismo. Pero entiende que esos aciertos no definen la cualidad socialista que tuvieron esas mismas realizaciones, bajo los soviets. Para evitar discusiones talmúdicas convendría aclarar que se discute el inicio y no la consolidación del socialismo, que estuvo ausente en ambas situaciones.

Al contraponer el hito bolchevique con la epopeya del 26 de Julio se acepta la posibilidad de revoluciones anticapitalistas carentes de contenido socialista. De esa forma se avala la tesis de la revolución por etapas, que siempre impugnaron los críticos de izquierda del oficialismo comunista.

El enfoque de excluyente bolchevismo define restrictivamente a la revolución socialista por la clase que lidera esa acción, olvidando otros determinantes (objetivos, práctica, dirección, alcance) y la preeminencia de las medidas anticapitalistas.

Desconoce que las revoluciones burguesas protagonizadas por sujetos populares ya indicaron la prioridad de las metas y no de los artífices, en la caracterización de una mutación histórica. Con una mirada sociológica asigna a las clases sociales una total preponderancia en la caracterización de esos procesos.

La experiencia del siglo XX ilustró, además, cómo la variedad de clases oprimidas configura cada dinámica anticapitalista. En Rusia el proletariado jugó un rol dirigente, pero en estrecha asociación con campesinos convertidos en soldados. Otro tipo de protagonismos se verificaron en el doble poder guerrillero forjado por las milicias de Yugoslavia, China o Cuba.

En todos esos casos se registraron expropiaciones que desencadenaron procesos socialistas. Es un error desconocer esos resultados por la ausencia del imaginario sujeto que debería haber encabezado esas acciones. Con ese razonamiento se habilitan revoluciones sólo en los países que respetan cierta configuración social, El tipo de proletariado concentrado que existía en Rusia a principio del siglo XX sólo se verificaba en muy pocas economías ajenas al núcleo industrial de Occidente. Esa carencia no marginaba del proyecto socialista a las tres cuartas partes del planeta.

La III Internacional primero y la OLAS después desenvolvieron una gran labor revolucionaria en Asia, África y América Latina evitando el exclusivismo proletario. Discreparon incluso con las organizaciones que se auto-asignaban roles sustitutos de la reducida clase obrera de la periferia.

La tesis sociológico-proletaria sugiere la inviabilidad de todos los procesos revolucionarios carentes de un actor social predeterminado. Ese razonamiento carga con los mismos defectos de la miradas objetivistas, que definen la factibilidad del socialismo por el grado de madurez de las fuerzas productivas.

La tradición leninista más provechosa realza, en cambio, el papel de los sujetos populares y es congruente con la tesis que postula la factibilidad de proyectos progresistas, en distintas temporalidades y escenarios. Endiosar a los soviets suponiendo que ofrecen el único modelo de gesta socialista no contribuye a los homenajes en curso.

Lenin más Gramsci

El centenario de la revolución soviética ha desempolvado los viejos debates sobre la dictadura democrática del proletariado y la revolución por etapas, ininterrumpida o permanente. Esas controversias sólo pueden recuperar interés a la luz de las disyuntivas políticas actuales. No todos los involucrados en la conmemoración demuestran preocupación por establecer esas conexiones.

Hasta los años 80 la importancia de la victoria bolchevique saltaba a la vista. El carácter de una próxima revolución socialista era discutido, evaluando las modificaciones planteadas a la estrategia leninista por las experiencias de China, Vietnam o Cuba.

Los términos de ese debate se modificaron sustancialmente luego del afianzamiento del neoliberalismo que sucedió al desplome de la Unión Soviética. En América Latina ese cambio se reforzó con la caída del sandinismo y asumió un nuevo perfil con las exitosas rebeliones populares del nuevo siglo. Esos levantamientos inauguraron el ciclo progresista y los procesos radicales de Venezuela y Bolivia.

Para actuar en este contexto no alcanza con rememorar lo ocurrido en Rusia entre febrero y octubre de 1917. Tampoco es suficiente construir un partido revolucionario dispuesto a intervenir en circunstancias semejantes. Ecuador, Argentina, Venezuela y Bolivia atravesaron varios momentos de crisis económicas extremas, desmoronamiento del régimen político y levantamientos sociales, sin repetir el escenario de los soviets.

Una diferencia sustancial radica en la permanencia o reconstitución de sistemas constitucionales que carecían de relevancia en la época de Lenin. Este nuevo dato en América Latina ya fue registrado en la posguerra por los marxistas europeos.De ambas experiencias surgió un replanteo de la estrategia leninista que incorpora las percepciones de Gramsci. Esta asimilación es clave para construir una hegemonía política socialista, confrontando con el complejo funcionamiento del poder burgués.

Un sendero anticapitalista debe contemplar la nueva variedad de batallas en escenarios institucionales con parlamentos, elecciones, partidos legales y medios de comunicación que no existían en 1917.

Este contexto quiebra la simultaneidad de los procesos revolucionarios del pasado. La formación de un gobierno de trabajadores, la captura del estado y la transformación de la sociedad no se perfilan como cursos paralelos (o con reducidas diferencias temporales). Más bien despuntan como momentos muy diferenciados.

La lectura de Gramsci induce a prestar atención a las batallas ideológicas y a las confrontaciones electorales, en una dinámica tendiente a gestar formas de poder alternativo. Este nuevo enfoque fue distorsionado en los años 80 y 90 por interpretaciones socialdemócratas, que promovieron el amoldamiento al capitalismo, la veneración de las instituciones y el repudio del legado insurreccional soviético.

En el pico eurocomunista de esta deformación, Lenin fue tan rechazado como Fidel. Se imaginó un Gramsci edulcorado, dedicado a la investigación de la cultura y a los refinamientos de la ideología, sin ningún parentesco con la revolución o el socialismo.

En la derivación posmoderna de esa distorsión, los sectores oprimidos son sustituidos por variadas identidades, la meta socialista es reemplazada por la democracia radical y la conquista de la hegemonía es concebida como una amalgama contingente de demandas entretejidas por discursos. La lucha política flota en una nube divorciada de los conflictos sociales y las alusiones a la guerra de movimientos son tan sepultadas como el bolchevismo.

Afortunadamente, junto a estos despistes recobran fuerza los distintos planteamientos, que reconectan a Gramsci con Lenin. En ese empalme se inscriben los enfoques que resaltan nuevas combinaciones de la democracia directa e indirecta y de las reformas con la revolución.

Un texto reciente referido a la revolución rusa interpreta en esa línea los procesos latinoamericanos actuales (García Linera, 2017). Propone concebir cursos de batalla que incluyan momentos de hegemonía gramsciana y etapas jacobino-leninista. El acierto teórico de esta visión es tan significativo como su controvertida aplicación práctica.

En el caso de Venezuela se podría afirmar, por ejemplo, que el momento de hegemonía estuvo en juego en las últimas décadas de gobierno popular, estado en disputa y grandes fracturas de la sociedad. Se registraron choques ideológicos y fuertes confrontaciones electorales, pero el poder comunal requerido para consolidar una preparación socialista nunca se abrió paso. Más bien prevaleció una tendencia opuesta a la primacía de la burocracia, el verticalismo y el funcionariado privilegiado.

Por esas debilidades el salto al momento jacobino-leninista estuvo obstruido y la oportunidad actual para avanzar hacia esa definición, sólo se podría se ensayar en circunstancias más críticas.

Pero la síntesis gramsciano-leninista no es una fórmula de laboratorio. Es una estrategia que se remodela junto a la experiencia popular. Mientras la crisis continúe pendiente en Venezuela permanecerá abierta la posibilidad de una resolución positiva. Los procesos revolucionarios siempre recobraron impulso en la adversidad.

Quizás lo más interesante del actual replanteo gramsciano-jacobino es su explícito rescate del momento leninista. Resaltar la vigencia de una coronación revolucionaria de la batalla por la hegemonía contribuye a superar las timideces de las últimas décadas. La revolución socialista es un horizonte indispensable para el proyecto emancipador.

Los mismos dilemas

La conmemoración de la revolución rusa suscita la misma atención que despierta el 150 aniversario de la primera edición de El Capital. El malestar social que impera con el neoliberalismo induce a retomar distintas facetas del marxismo clásico. Se ha tornado tan perentorio entender los desequilibrios del capitalismo como evaluar las experiencias de construcción alternativa.

Lo más llamativo de los homenajes a 1917 es la variedad y riqueza de los seminarios organizados en distintos puntos del planeta. Brindan respuestas a una nueva generación, que no tiene incorporada la revolución bolchevique a sus referencias o imaginarios. Esas reuniones satisfacen la curiosidad por conocer cómo se logró la primera victoria sistémica contra el capitalismo.

Las conmemoraciones también incluyen fuertes deformaciones. El gobierno ruso está empeñado en quitarle contenido anticapitalista a la celebración para presentarla como un hito de la nacionalidad eslava. Promueve una lectura chauvinista del acontecimiento más internacionalista de la historia.

Putin consolidó una oligarquía de privilegiados, que también evitó el desmantelamiento del país propiciado por Estados Unidos. En congruencia con ese equilibrio mantiene himnos de la era soviética y trabaja con los patriarcas de la iglesia ortodoxa. Levanta una estatua del zar Alejandro I junto a monumentos al ejército rojo.

La revolución será en cambio explícitamente reivindicada en las celebraciones que se preparan en Bolivia y se auspician en Venezuela. Esas convocatorias ilustran afinidades con el ideal socialista. En un escenario latinoamericano signado por la restauración conservadora, las presiones derechistas y un renovado macartismo, los gobiernos de esos países han elegido ponderar el mayor hito del proyecto comunista.

En ningún lado se registra el entusiasta alborozo que signó las primeras celebraciones de la victoria soviética. Tampoco se verifican las apasionadas defensas e impugnaciones que rodearon durante décadas a ese aniversario.

En el centenario de la revolución han desaparecido los rituales oficiales de la URSS, que el establishment occidental observaba con recelo. Pero también se ha diluido la euforia anticomunista de los años 90. Ya se discuten más los duros efectos de la restauración capitalista que el malestar imperante durante el modelo anterior.

El legado leninista comienza a recobrar fuerza ante las pesadillas que genera el capitalismo neoliberal. La revolución irrumpió en un momento límite de los sufrimientos ocasionados por la guerra. Su impronta reaparece en los procesos de radicalización que emergen en un contexto global de tragedias bélicas, desastres sociales y devastaciones del medio ambiente. En el siglo XXI persisten las disyuntivas entre el socialismo y la barbarie que afrontaron los bolcheviques.

3-8-2017

RESUMEN

La revolución rusa atemorizó a las clases dominantes que aceptaron impensables concesiones sociales. Ilustró la dinámica contemporánea de la confrontación con el capitalismo y los rasgos que singularizan un perfil socialista. La radicalización de los bolcheviques inspiró procesos equivalentes del siglo XX.

Los revolucionarios no causaron los horrores que padeció la URSS, ni anticiparon el estalinismo. Actuaron con gran respaldo popular, en las antípodas de un golpe. Su proyecto era factible, pero fue distorsionado por una burocracia que finalmente se aburguesó.

La inmadurez de las fuerzas productivas no obstruía el debut del socialismo y las dificultades de esa experiencia no se superan soslayando el manejo del estado. El exclusivismo proletario desconoce la variedad de trayectorias inauguradas por 1917. La actualización de esa gesta exige un empalme de Lenin con Gramsci, para lidiar con el dilema del socialismo o la barbarie.

Claudio Katz es economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz
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Altamira, Jorge (2016). La Revolución Cubana: un retorno lamentable al morenismo
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LECTURAS RECIENTES
-Fontana, Josep. ¿Por qué nos conviene estudiar la revolución rusa? 1-3-2015
-Ferrero, Ángel. El centenario de 1917 en Rusia: la difícil tarea de celebrar y condenar a un mismo tiempo, 9-1-2017
-Saénz, Roberto. La polémica sobre las interpretaciones del siglo XX, Socialismo o Barbarie, 14/05/2015, https://www.mas.org.ar/?p=5364
-Domènech, Antoni. El experimento bolchevique, la democracia y los críticos marxistas de su tiempo, 13-11-2016
-Coggiola, Osvaldo. La revolución de Octubre (1917-1921), parte 1 y 2
-Guerrero, Modesto E; López G, Lorena; Herrera, Nicolás, 31 mar. 2017
¿Para qué sirvió la Revolución Rusa? https://www.aporrea.org/internacionales/a243476.html
-Beluche, Olmedo. A 100 años de la Revolución Rusa, 07/01/2017, https://www.aporrea.org/internacionales/a239586.html
-Modonesi, MassimoGramsci y las revoluciones rusas a un siglo de distancia 09/01/201, http://vientosur.info/spip.php?article12101
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-Eaden, James The Russian Revolution: tragedy or inspiration?, 29-6-2017
-Aunoble, Éric Peut-on encore célébrer la Révolution russe?, 10-4-2016
-PoloHiginio. 1917. Cuatro notas en el centenario de la revolución bolchevique, 4-5-2017
-Perry Anderson Los herederos de Gramsci, 10-2-2017


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