viernes, 12 de julio de 2013

MATRIZ COMUNITARIA: SOCIALISMO Y PODER - IX

LA MATRIZ REPRODUCTIVA DE LA SOCIEDAD ACTUAL

Nuevo Orden: Matriz comunitaria

EL PARTO SANGRIENTO DEL SIGLO XXI


SOCIALISMO Y PODER - Parte IX


Marcelo Colussi

La discriminación de género

Lo  único  realmente  nuevo  que  podría  intentarse  para  salvar  la  Humanidad en el Siglo XXI es que las mujeres asuman el manejo del mundo. La Humanidad  está  condenada  a  desaparecer  en  el  Siglo  XXI  por  la  degradación  del  medio  ambiente.  El  poder  masculino  ha  demostrado  que  no podrá  impedirlo,  por  su  incapacidad  para  sobreponerse  a  sus  intereses. Para la mujer, en cambio, la preservación del medio ambiente es una vocación genética. Es apenas un ejemplo. Pero aunque  sólo fuera por eso, la inversión de poderes es de vida o muerte.
Gabriel García Márquez

"La hembra es más amarga que la muerte", dirá Jesús Sirach.  "La mujer  es  lo  más  corruptor  y  lo  más  corruptible  que  hay  en  el  mundo", dijo  Confucio  en  la  antigüedad  clásica  china.  "La  mujer  es  mala.  Cada vez que se le presente la ocasión, toda mujer pecará", consideraba Sidhartha  Gautama,  el  fundador  del  budismo.  "Vosotras,  las  mujeres,  sois la  puerta  del  Diablo:  sois las  transgresoras  del  árbol  prohibido:  sois  las primeras transgresoras de la ley divina: vosotras sois las que persuadisteis al hombre de que el diablo no era lo bastante valiente para atacarle. Vosotras destruisteis fácilmente la imagen que de Dios tenía el hombre. Incluso,  por  causa  de  vuestra  deserción,  habría  de  morir  el  Hijo  de Dios", nos dice San Agustín, uno de los padres de la Iglesia Católica. "El hombre que agrada a Dios debe escapar de la mujer, pero el pecador en ella  habrá  de  enredarse",  enseñan  las  Sagradas  Escrituras  católicas  en el  Eclesiastés,  7:26-28.  "Los  hombres  son  superiores  a  las  mujeres,  a causa  de  las  cualidades  por  medio  de las cuales  Alá ha elevado  a  éstos por  encima  de  aquéllas,  y  porque  los  hombres  emplean  sus  bienes  en dotar  a  las  mujeres.  Las  mujeres  virtuosas  son  obedientes  y  sumisas: conservan  cuidadosamente,  durante  la  ausencia de  sus  maridos, lo  que Alá  ha  ordenado que se  conserve intacto. Reprenderéis a aquellas cuya desobediencia temáis; las relegaréis en lechos aparte, las azotaréis; pero,  tan  pronto  como  ellas  os  obedezcan,  no  les  busquéis  camorra.  Dios es  elevado  y  grande",  enseña  el  Corán  en  el  verso  38  del  capítulo  "Las mujeres".  Una  oración  judía  marca  la  diferencia  entre  varones  y  mujeres:  "Bendito  seas  Dios,  Rey  del  Universo,  porque  Tú  no  me  has  hecho mujer". Esa misma tradición hebrea dice que "el hombre puede vender a su  hija,  pero  la  mujer  no;  el  hombre  puede  desposar a  su  hija,  pero  la mujer no". Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger decían en el "Martillo de las  brujas",  en  1486,  refiriéndose  a  las  mujeres  "poseídas"  que:  "Estas brujas conjuran y suscitan el granizo, las tormentas y las tempestades; provocan la esterilidad en las personas y en los animales; ofrecen a Satanás  el  sacrificio  de  los  niños  que  ellas  mismas  no  devoran  y,  cuando no,  les  quitan  la  vida  de  cualquier  manera.  Entre  sus  artes  está  la  de inspirar  odio  y  amor  desatinados,  según  su  conveniencia;  cuando  ellas quieren,  pueden  dirigir  contra  una  persona  las  descargas  eléctricas  y hacer que las chispas le quiten la vida, así como también pueden matar a  personas  y  animales  por  otros  varios  procedimientos;  saben  concitar los poderes infernales para provocar la impotencia  en los matrimonios o tornarlos infecundos, causar abortos o quitarle la vida al niño en el vientre de la madre con sólo un tocamiento exterior; llegan a herir o matar con  una  simple  mirada,  sin  contacto  siquiera,  y  extreman  su  criminal aberración  ofrendándole  los  propios  hijos  a  Satanás".   La  Biblia,  Eclesiastés  22:3, enseña  que  "el  nacimiento  de  una hija es  una  pérdida".  A partir de esta visión machista de la cultura, el papel femenino queda reducido  absolutamente  en  las  sociedades;  de  ahí  que  un  teólogo  como Santo  Tomás  de  Aquino,  uno  de  sus  principales  teóricos,  pueda  decir: "No veo la utilidad que puede tener la mujer para el hombre, con excepción  de  la  función  de  parir  a  los  hijos".  O  que  el  parto  que  atiende  una comadrona  en  las  montañas  de  Latinoamérica  cuesta  más  si  sirve  para alumbrar a un varón que a una mujer.

La  situación  social  de  las  mujeres  es  un  problema que,  imposible negarlo,  afecta  a  ellas  principal  y  primeramente.  Pero  que,  no  por  eso, restringe su abordaje y posible solución exclusivamente al ámbito femenino.  Por  el  contrario  es  una  problemática  de  corte social que  involucra necesariamente a la totalidad de la población, varones incluidos.

 Es preciso aclarar  rápidamente, evitando malentendidos, que esto no significa que la solución esté en manos de los hombres entonces. En todo caso lo importante a destacar es que, si bien son las mujeres quienes  llevan,  en  principio  y por  mucho,  la  peor  parte en esta  cuestión,  la comunidad  en  su  conjunto  se  perjudica  ante  el  hecho discriminatorio. Por  otro  lado,  si  se  aborda  profundamente  el  problema,  la  conclusión obligada  confronta,  primeramente  a  los  hombres  en  tanto  los  discriminadores, pero en otro sentido a la sociedad como un todo, en cuanto ha generado esas formas de organización.

 Aunque el presente escrito lejos está de ser una minuciosa investigación  histórico-antropológica  de  la  situación  femenina,  una  mirada rápida a distintas sociedades y a diferentes momentos nos muestra que, en términos generales, en la gran mayoría de formas organizativas que se han dado los grupos humanos, ha primado la supremacía masculina. Definitivamente las diferencias sexuales anatómicas conllevan otras tantas  diferencias  psicológicas.  Pero  esto  solo  no  termina  de  explicar,  y mucho  menos  de justificar,  la  posición social  del género  femenino. Ninguna  conducta  humana  puede  concebirse  solamente  en  términos  biológicos. Aunque este determinante esté supuesto –el macho, en muchas especies  animales,  es  más  fuerte  que  la  hembra,  también  entre  los humanos–,  se  dan  otros  procesos  que  posicionan  culturalmente  a  las mujeres.

Lo  cierto  es  que,  como  una  constante  en  diversas  civilizaciones, las mujeres se ven sometidas a un papel sumiso ante la imposición varonil.  No  significa  esto  "papel  secundario",  por  cuanto  su  quehacer  es básico al mantenimiento del grupo social, pero sí ausente en la toma de decisiones.  Para  decirlo  rápidamente: hasta  ahora  las  mujeres,  como género –salvando algunos casos puntuales en la historia: Cleopatra, Catalina  de  Rusia,  etc.–,  han  estado  excluidas  del  ejercicio del  poder.  Las experiencias  matriarcales  son,  hasta  donde  se  puede conocer  actualmente, más de orden mitológico. Y la poliandria, experiencia poco usual, no  habla  precisamente  de  un  poder  femenino.  Por  razones  solamente histórico-culturales –no biológicas– los trabajos femeninos se consideran secundarios,  complementarios  respecto  a  los  "importantes".  Aunque ¿quién  lo  considera  así?  Los  varones,  claro  está.  Pero  justamente  por ser  esa  cultura  dominante  la  que  rige  la  sociedad  en su  conjunto, también  las  mujeres  se  ven  arrastradas  por  esta  ideología  patriarcal  y  terminan  asintiendo  convencidas  que  su  trabajo,  el  trabajo  doméstico  –¡el trabajo de  reproducción de  la especie y  del aseguramiento de  la sobrevivencia nada menos!– es menor que el varonil.

Hasta ahora  las  diversas  formas  que  ha ido  asumiendo  la civilización  humana  giraron  siempre  en  torno  a  la  detención del  poder;  para decirlo  en  términos  psicológicos:  han  sido  falocéntricas (el  poder  está concebido masculinamente). Es difícil precisar por qué. No hay nada que lo determine en términos genéticos; de hecho la organización que puede constatarse en los diversos pueblos y momentos históricos se centra en la masculinidad, que no es lo mismo que el macho padrillo, el semental.

 En  este  sentido  puede  ser muy instructivo  ver  qué enseña  la etología, la psicología animal. En el reino de los animales no se da el fenómeno  de  la  discriminación  femenina;  existen  conductas  reproductivas  y de crianza de la progenie, o destinadas a la alimentación o a la defensa de  la  especie,  ligadas  de  una  manera  directa  con  los  papeles  fijos  del macho  y  de  la hembra.  En la  mayoría de  las especies el macho  es más fuerte  en  términos  de  fortaleza  física  y  resistencia,  lo  cual  no  significa que  la  hembra  juega  el  papel  de  "sexo  débil";  e  incluso  las  hay  (especialmente  entre  algunos  insectos)  en  que  las  hembras  son  las  fuertes. Hay, de hecho, un interjuego de papeles donde ninguna parte se ve perjudicada; existen conductas fijas que, en algunos casos y antropomorfizando  lo  observado,  pueden  llevar  a  ver  rasgos  dominantes  de  machos hacia  hembras:  territorios propios y  grupos de  hembras  "propiedad"  de un  macho,  por  ejemplo.  Pero  definitivamente  no  es  posible  encontrar una  repartición  de  poderes;  los  comportamientos  no  responden  a  una lógica de la dominación, no están motorizados por el deseo, por el ansia de poder.

En  el  ámbito  humano,  por  el  contrario,  el  horizonte  desde  donde se  estructura  la  compleja  gama  de  conductas  posibles  está  regido  por algo  no  exclusivamente  biológico,  y  que  en  términos de  ordenamiento macho-hembra  no  responde  tanto  a  realidades  anatómicas  sino  a  posicionamientos  subjetivos,  propios  del  campo  simbólico  y  no  del  orden físico-químico. Para decirlo rápidamente: el machismo, en tanto una posibilidad de relaciones entre hombres y mujeres en el seno de las sociedades,  no  tiene  ningún  fundamento  genético.  Ninguna fortaleza  física varonil  explica  –ni  mucho  menos  justifica–  la  discriminación  de  las  mujeres.

 Decir que la organización social es fálica, entonces, apunta a concebir  las  relaciones  interhumanas  como  vertebradas  en  torno  a  un símbolo, un articulador que representa "la potencia soberana, la virilidad trascendente, mágica o sobrenatural y no la variedad puramente priápica  del  poder  masculino,  la esperanza de la  resurrección  y  la  potencia que  puede  producirla,  el  principio  luminoso  que  no  tolera  sombras  ni multiplicidad  y  mantiene  la  unidad  que  eternamente  mana  del  ser"  (J. Lacan, "El falo y la sexualidad femenina"). El falo, entonces, es el gozne que  ordena  una  realidad  de  subjetividades,  y  si  bien  se  inspira  en  el órgano sexual masculino, no es correlativo con él.

Dicho  de  otro  modo,  en  la  especie  humana  no hay  correspondencias biológico-instintivas entre machos y hembras sino ordenaciones entre  varones  y  mujeres.  Valga  decir,  de  paso,  que  el acoplamiento  no está  determinado/asegurado  instintivamente.  Tiene  lugar,  pero  no siempre (hay relaciones homosexuales, hay voto de castidad); y no necesariamente está al servicio de la reproducción (eso es, antes bien, una eventualidad; la mayoría de los contactos sexuales no busca la procreación). Masculinidad y femineidad son construcciones simbólicas, arraigadas  en  la  psicología  de  los  humanos  y  no  en  sus  órganos  sexuales  externos. La cuestión de géneros se desenvuelve en el campo social.

 En tanto construcciones, entonces, los  géneros  son igualmente históricos. Lo cierto es que, visto desde un punto de vista antropológico comparativo, las diversas  edificaciones de género habidas en las culturas conocidas han repetido la  organización  fálica.  La  estructuración  en torno a la potencia, a la supremacía, ha sido la constante. Está por demás de claro que esas son características de la masculinidad, de la virilidad.  Si  ocasionalmente  –míticamente  o  no  (las  amazonas  o  la  "dama de hierro" Margaret Tatcher)– hay mujeres poderosas (fálicas, para usar un término hoy popularizado), su arquetipo participa de las características  aunadas  universalmente  a  lo  masculino,  a  lo  viril,  no  siendo  precisamente "femeninas".

 En  las  distintas  culturas  que  podemos  constatar  hoy,  actuales  o vistas en retrospección, los estereotipos de género se repiten sin mayores  variedades:  masculino  =  poderoso,  activo;  femenino  =  sumiso,  pasivo. El poder es masculino; así como lo son también la guerra y las distintas  manifestaciones  de  sabiduría  (las  filosofías,  las  ciencias,  las  teologías, las artes), que no son sino otra forma de expresión de aquél. El papel  de  las  mujeres  es  hacer  hijos  y  ocuparse  de  los  quehaceres domésticos;  la  sabiduría  femenina  queda  confinada  a la  reproducción  y al hogar. Lo increíble, para decirlo de algún modo, es que esas acciones, básicas para  toda la especie, quedan relegadas como "de menor cuantía".  Las  cosas  "importantes"  son  varoniles;  la  historia  se  cuenta  en términos  de  gestas  viriles:  conquistas,  descubrimientos,  invenciones, victorias; pero nunca como logros domésticos.  "César conquistó las Galias", preguntaba con ironía Bertolt Brecht,  "¿El sólo? ¿No tenía siquiera un cocinero?"

Rastrear ese salto en la historia desde la presunta horda primitiva, animalesca  aún  y  sin  diferencias  de  género,  a  una  sociedad  constituida fálicamente, valorizando la supremacía de uno contra otro, es un imposible. Puede proponérselo como un momento en la reconstrucción teórica, del mismo modo que la acumulación primitiva y la separación en clases sociales. Lo constatable es la repetición del fenómeno en diferentes lugares  y  circunstancias.  Los  monarcas,  los  sabios, los  sacerdotes  y  los guerreros son la expresión de un poder, y habitualmente –salvo escasas excepciones que confirman la regla– son varones. El poder se construyó en términos masculinos. Las mujeres, el género femenino en su conjunto, ha quedado en desventaja e inferioridad de condiciones en esa edificación. No habiendo razones biológicas que lo determinen ¿qué lo explica entonces: una maldad intrínseca de los varones?

Así como en el curso de la historia asistimos a una división en clases antagónicas, a una eventual ausencia de solidaridad interhumana (lo cual no quita que también, en ciertas ocasiones, pueda haber un espacio para  ella,  y  enorme  por  cierto),  así  también  puede  comprobarse  una opresión histórica de género: las mujeres han sido  –y son– objeto para el  hombre,  fundamentalmente  objeto  sexual,  y  han  estado  desvinculadas de la toma de  decisiones políticas. Quedando en la indeterminación la razón última que ha alentado esto (a no ser que se intente alguna especulación,  en  el  más  cabal  sentido  de  la  palabra  –cualquiera  que  sea: biologista, psicologista, incluso religiosa– lo cual no es sino mera justificación) lo importante a remarcar ahora es que, al igual que la diferencia de  clases,  puede  ser  sometida  a  una  crítica  y  a  una superación.  De echo, y felizmente luego de milenios de machismo, hoy asistimos a esa revisión  de  la  opresión  de  género,  al  menos  a  un  inicio.  Y  aunque  no pueda darse respuesta en términos históricos al porqué se organizaron de tal manera las sociedades, lo cierto es que actualmente está en curso un  análisis  y  proposición  de  propuestas  alternativas  y  superadoras  de este estado de cosas.

Quizá  los  varones  no son  tan  "malos";  obviamente no  se  trata  de la maldad o bondad de nadie. Las sociedades, las construcciones colectivas, funcionan  independientemente  de  esas  categorías,  ligadas  antes bien  al  ámbito  de  lo  individual.  Es  imposible  juzgar  el  comportamiento de  las  clases  sociales  por  la  cordialidad  o  la  perfidia  de  algunos  de  sus miembros. Todos, concretamente, tienen (tenemos) algo de esas características. De igual  modo, tanto el esposo golpeador como el varón que se  solaza  contemplando  pornografía  (sin  pretender  con  esto  ninguna justificación de esas conductas), son en un sentido producto de una cultura  que  los  transciende.  (Apurémonos  a  decir  que  quienes  reciben  los golpes,  o  quienes  enseñan  sus  cuerpos  ofreciéndose  como  cosa,  para continuar con esos ejemplos, son las mujeres; es necesario clarificar en qué  sentido  el  varón  es  "víctima",  y  desde  ya  no  lo es  en  igual  medida que aquéllas).

¿Cuántas mujeres fueron golpeadas por sus parejas el día de hoy? ¿Y  cuántos  varones?  ¿Cuántas  mujeres  debieron  ser  hospitalizadas  por causas de esos golpes en el día de hoy? ¿A cuántos varones les sucedió lo  mismo?  ¿Cuántas  mujeres  debieron  "pagar  favores" a  varones  jerárquicamente  más  elevados  en  el  día  de  hoy?  ¿A  cuántos  varones  les habrá  pasado  eso  con  mujeres  jefas  o  superiores?  ¿Qué  se  habrá  utilizado  más  en  el  ámbito  de  la  publicidad  en  vallas,  anuncios  televisivos, fotos, etc., en todo el mundo durante el día de hoy: mujeres semi desnudas  para  ofertar  algún  producto,  o  cuerpos  varoniles?  ¿Qué  habrá habido  más  "engañados"  matrimonialmente  el  día  de  hoy  por  sus  respectivas  parejas:  hombres  o  mujeres?  De  todos  los  negocios  que  se habrán cerrado el día de hoy –ventas de casas, de automóviles, de tierras, compras de acciones, notas de pedido en el comercio internacional, etc.–  ¿de  qué  habrá  habido  más  firmas  como  nuevos  titulares  o  encargados  de  las  transacciones  en  juego:  varones  o  mujeres?  ¿Cuántos  varones  habrán  visitado  algún  prostíbulo  el  día  de  hoy  para  festejar  su "despedida de solteros"? ¿Y cuántas mujeres se habrán acostado con un varón que no sea su futuro esposo para festejar la suya? ¿A cuántas bebitas  mujeres  se  le  habrá  practicado  la  ablación  clitoridiana  hoy  para evitar  que  gocen  sexualmente  cuando  sean  adultas?  ¿A  algún  varón  en el  mundo  le  habrá  pasado  algo  semejante  hoy?  ¿Cuántos  hombres habrán cobrado su salario el día de hoy, en todo el mundo, como presidentes,  ministros,  diputados,  generales,  almirantes,  brigadieres,  gerentes de empresa, administradores de fábrica o directores de una orquesta sinfónica, es decir: puestos con alguna cuota de poder? ¿Y cuántas mujeres?  ¿Habrán  llegado  borrachos  a  sus  casas,  pateando  puertas  y  con ganas de hacer el amor pese a que su pareja no lo deseaba, más mujeres o más hombres en el día de hoy? ¿Cuántos varones habrán abandonado a la mujer que les decía que quedó embarazada de él en el día de hoy?  Por  el  contrario,  ¿cuántas  mujeres  habrán  abandonado  a  su  hijo recién  nacido?  ¿Quiénes  habrán  trabajado  más  horas  en  el  día  de  hoy, sumando  trabajo  hogareño  y  no-hogareño:  las  mujeres o  los  varones? ¿Y a quiénes habrán condenado más los distintos sacerdotes de las diferentes religiones del mundo por impuros, diabólicos, impíos, pecadores y blasfemos: a mujeres o a varones?

La cultura machista, fálica, que ha dominado y continúa dominando  las  organizaciones  sociales en  que el  ser  humano ha transcurrido  su historia,  no  es  responsabilidad  directa  de  ningún  varón  en  concreto.  Es un  producto  colectivo,  e  incluso  las  mujeres  contribuyen  a  su  sostenimiento, reproduciendo los seculares patrones de género a partir del seno familiar. Pero tampoco esto significa que los varones concretos estén al  margen  del  problema.  El  machismo,  la  violencia  y discriminación  de género,  los  golpes  y  la  opresión  vienen  desde  un  lado  muy  claramente definido (los hombres); y también es muy claro quién lleva las de perder en todo esto (las mujeres). Pero, retomando la idea con que abríamos la reflexión sobre el tema, he ahí  un  problema que incumbe a la totalidad del colectivo social.

Desde donde han surgido las primeras críticas a esta injusticia estructural  ha  sido  el  campo  femenino.  Pero  siendo  consecuentes  con  un pensamiento  progresista,  todos  podemos  (debemos)  aportar  algo  en  la lucha  contra  esa  inequidad,  también  los  varones.  No se  trata  de  hacer un  masculino  mea  culpa  histórico  (lo  cual,  por  otro lado,  no  estaría  de más, al menos como gesto) sino de propiciar, con la amplitud del caso, una nueva actitud de reconocimiento de esa exclusión. Ni remotamente podría decirse que la solución al problema de la discriminación de género esté en manos de los hombres. Pero si de reacomodos en la distribución de los poderes se trata, el segmento masculino de la población tiene mucho que ver con lo que está en juego en esa dinámica.

Está claro que no puede haber derechos humanos si no hay derechos de las mujeres. Lo curioso (¿preocupante?) es que el campo mismo de  los  derechos  humanos  hasta  recientemente  fue  casi  exclusivamente de orden varonil. El mismo marxismo, sin dudas la ideología contestataria  más  radical  que  haya  surgido  ("una  crítica  implacable  de  todo  lo existente" pedía Marx) no confirió un lugar importante a los derechos de género  sino  que  los  subordinó  a  la  lucha  de  clases. La  experiencia  del socialismo real (el derrumbado y el que todavía persiste, con sus variantes  particulares)  es  muy  aleccionadora  al  respecto: ¿cuántas  mujeres toman  parte  en  las  decisiones  políticas  en  China?,  ¿qué  pasó  con  las mujeres  en  la  ex  Unión  Soviética:  tenían  realmente  voz  y  voto  en  esa sociedad en paridad con los varones?

El  tema  de  la  reivindicación  del  género  femenino, hasta  bien  entrado el siglo XX, fue casi un tabú en toda la izquierda, en todas partes del  mundo.  "Vicio  pequeño-burgués"  era  uno  de  los  calificativos  más usuales para nombrarlo. "Distractor de los verdaderos problemas de clase",  "tarea  secundaria",  "problema  que  se  solucionaría  por  añadidura una  vez  logrado  el  triunfo  socialista",  lo  cierto  es  que  nunca  hizo  parte de  los  valores  fundamentales  ni  de  la teoría ni  de  la  práctica  revolucionaria.

 Igualar los derechos de las mujeres con los de los hombres no significa  "masculinizar"  la  situación  de  aquéllas.  Hay cierta  tendencia  a identificar las reivindicaciones de género con una  lucha por la equiparación  en  todo  sentido  (y  de  allí  a  la  peyorización  de  la  misma,  un  paso; conclusión inmediata: el movimiento feminista es un movimiento de lesbianas). Los derechos de las mujeres son derechos específicos en cuanto género, distintos y con particularidades propias por su condición diferente en relación a los hombres. En esto se incluye su carácter particular de madre,  de  lo  que  se  siguen  derechos  específicos  relacionados  a  salud reproductiva, punto medular que sostiene al machismo: los hijos son de las  mujeres,  el  varón  es  el  semental.  Ellas  se  encargas  de  parirlos  y criarlos; los hombres están en cosas "más importantes".

Pero  no  debe  perderse  de  vista  que  los  derechos  de las  mujeres son, ante todo, derechos universales en tanto seres humanos: derecho a disponer de su propio cuerpo, derecho a ser considerada como sujeto y no como objeto, junto a todos los otros derechos que se podrían considerar  universales: derechos  civiles,  derechos  económicos,  etc.  ¿A  algún varón  se  le  ocurre  que  no  es  él  quien  puede  decidir cuándo  tener  relaciones  sexuales?  Pareciera  que  no;  he  ahí  un  derecho  intrínseco  a  su condición masculina. ¿Por qué no es lo mismo con las mujeres?

 Las  sociedades  que  conocemos  ofrecen  todas  diversas  injusticias; pero en general se recalcan mucho más las de índole económica. La exclusión  de  género  no  es,  en  principio,  vista  con  la misma  intensidad. Claro está que esa mirada es siempre masculina. Las construcciones sociales, y  sus  correspondientes  niveles de  crítica,  han  sido masculinizantes. No olvidemos que al hablar de marginación de género estamos refiriéndonos nada menos que a la mitad de la población planetaria, lo cual no es poco.

El  mundo  no  es  un  paraíso  precisamente;  son  muchas y  muy  variadas  las  cosas  que  podrían  o  deberían  cambiarse  para  mejorar  las condiciones de vida. Evidentemente las económicas son relevantes, a no dudarlo. Pero quizá esto sólo no alcance. Los países prósperos del Norte han superado problemas que en el Sur todavía son alarmantes. A partir del  capitalismo,  sistema  cada  vez  más  dominante,  hoy  absolutamente hegemónico dada la globalización de la vida humana, el impulso que ha ido  tomando  el  desarrollo  científico-técnico  y  económico  en  los  últimos años  es  realmente  espectacular;  en  un  par  de  siglos la  Humanidad avanzó lo que no había hecho en milenios. Pero cabe una pregunta: ese modelo masculino de desarrollo, heredero de una tradición beligerante y conquistadora  de  la  que  no  ha  renegado,  no  ha  solucionado  problemas ancestrales.  La  distribución  de  poderes  entre  géneros  está  aún  muy  lejos de ser equitativa.

La  noción  de  género  es  social,  no  se  apuntala  en  ninguna  base anátomo-fisiológica. Apunta, antes que nada, a fijar las relaciones culturales  y  jurídicas  de  los  sujetos  que  detentan  un  determinado  sexo  biológico pero que, en tanto seres históricos, tienen  una determinada identidad que  no responde automáticamente a una  realidad orgánica. Hombres y mujeres no  somos iguales (lo cual hace menos aburrido el mundo);  pero  no  hay  diferencias  sociales,  jurídicas  y  políticas  –o  al  menos no hay nada que justifique esas diferencias– entre los géneros.

 Mientras  no  se  considere  seriamente  el tema de  las exclusiones  –todas,  no  sólo  las  económicas,  también  la  de  género al  igual  que  las étnicas– no habrá posibilidades de construir un mundo más equilibrado. Dicho en otros términos: el falocentrismo del que todos somos representantes, el modelo de desarrollo social que en torno a él se ha edificado –bélico,  autoritario,  centrado  en  el  ganador  y  marginador  del  perdedor– no ofrece mayores posibilidades de justicia. Trabajar en pro de los derechos de género es una forma de apuntalar la construcción de la equidad, de la justicia. Y sin justicia no puede haber paz ni desarrollo, aunque se ganen  guerras  y  se  conquiste  la  naturaleza.  Quizá  no  se  trata  tanto  de invertir los poderes, como reclama García Márquez en el epígrafe de este capítulo, sino de terminar con los poderes opresivos.

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