jueves, 18 de agosto de 2016

CEREBRO EMOCIONAL VERSUS RACIONAL ¿QUIÉN GANA?





 
Naufragio del Titanic, 14 de Abril de 1912. Murieron más de 1.000 personas, y pudieron ser muchas más, lo que evitó una tragedia mayor fue que el salvamento se organizó de una forma racional, como es sabido: primero mujeres y niños para ocupar los botes, la evacuación organizada según departamentos, la orquesta siguió tocando hasta el final para contribuir a mantener la calma del pasaje… El Lusitania, un barco muy parecido al Titanic aunque menos conocido, se hundió el 7 de Mayo de 1915, debido a un torpedo procedente de un submarino alemán en la I Guerra Mundial. En este último, el salvamento no se organizó de una forma racional ni lógica, sino regido por el «sálvese quién pueda». Las características sociales del pasaje eran las mismas, las características técnicas de los barcos y condiciones reglamentariamente establecidas para el salvamento eran las mismas en ambos casos. ¿Qué fue lo que provocó esta diferencia extrema entre la organización-desorganización del salvamento?

Aunque pudiera no parecerlo, la razón es más poderosa que la emoción; pero sólo cuando le prestamos atención, cuando se usa conscientemente. Cuando bajamos la guardia, son las emociones las que predominan. Somos seres instintivos, emocionales y racionales a la vez: vamos a ver por qué, y lo que esto implica.
 
El cerebro como órgano ha evolucionado desde hace 400 millones de años, desde el cerebro de los reptiles, programado para tener comportamientos instintivos, pasando por el cerebro de los mamíferos: el cerebro de las emociones, que nace para potenciar la conducta instintiva, aparece hace alrededor de 200 millones de años; y finalmente hace entre 50-60 millones de años, aparece el neocortex, el cerebro de los primates, que podemos denominar el de la razón o inteligencia. Pero ninguna de estas capas se ha eliminado con la evolución, por eso no hemos dejado de ser seres instintivos ni emocionales aunque seamos racionales. Todos los estadios de nuestro cerebro, desde el más primitivo hasta el más reciente, se hallan integrados.

Así, se han descrito las estructuras anatómicas del cerebro humano que intervienen en el afecto y la cognición, son las siguientes:
  • Corteza prefrontal dorsolateral, controla el pensamiento, la inteligencia, la voluntad, accediendo a la información que le proporciona el resto del cerebro. También llamada neocorteza, elabora la información recibida mediante diversos niveles de circuitos cerebrales antes de percibir plenamente y por fin iniciar la respuesta que considera más perfectamente adaptada.
  • Amígdala, estudiada desde los años 60 del siglo XX, hoy día se considera el centro del cerebro emocional, aunque no la única parte que se dedica al procesamiento de las emociones. Su nombre, procedente del latín, significa “almendra”, ya que tiene forma ovoidal. Se encuentra en la parte medial del lóbulo temporal del cerebro de primates y en la parte basal y caudal del telencéfalo del resto de los vertebrados. Según las últimas investigaciones, la región amigdalina está implicada en funciones de importancia vital para el organismo, como el miedo, la reproducción, la memoria, el aprendizaje de asociaciones entre estímulos y refuerzos positivos, el comportamiento agresivo e incluso el estrés. Éstas no son estructuras independientes, aunque cada una de ellas es clave en su cometido. Actúan integradamente a través de
  • Estructuras puente: partes de nuestro cerebro que permiten que la emoción pueda influenciar al razonamiento, a la inteligencia, y viceversa. Son la corteza orbitofrontal y ventromedial y la corteza cingulada anterior.
Pero ¿qué es exactamente una emoción? La emoción es una activación neuroendocrina y conductual que induce al cuerpo al movimiento, mediante la secreción de hormonas que cambian la respuesta fisiológica y conductual, energiza nuestro cuerpo para la acción (respuesta de lucha o huida).

Cada emoción conlleva una conducta corporal visible y determinada. Por ejemplo, no tenemos la misma postura cuando estamos enfadados que cuando nos sentimos felices.
 
Dado que la función principal del cerebro es mantener la homeostasis del cuerpo, es decir, su equilibrio; el cerebro ha de estar pemanentemente informado de lo que ocurre en nuestro organismo: es por esto que cuando nos emocionamos, el cerebro percibe que nuestro cuerpo se revoluciona, así aparece el sentimiento, la parte consciente de la emoción, lo que sentimos cuando sentimos miedo, o amor, o vergüenza.
 
Así pues, la diferencia entre emoción y sentimiento es clara: el sentimiento es la forma subjetiva que tiene el cerebro de interpretar los cambios fisiológicos que ocurren en el cuerpo a raíz de experimentar una emoción.
 
Por todo ello, las emociones son clave para recordar las cosas importantes que nos ocurren en la vida. Pero nuestras respuestas no pueden ni deben guiarse sólo por las emociones, sino que en cada una de ellas también juega su papel el pensamiento o cognición.
 
En los años 90 del pasado siglo, Joseph LeDoux, destacado neurobiólogo de la Universidad de Nueva York, fue el primero en describir la función que desempeña la amígdala en el cerebro emocional, demostrando que las señales sensoriales del ojo y el oído viajan primero a la región cerebral del tálamo para dirigirse luego directamente hacia la amígdala; en cambio, una segunda señal del tálamo se dirige a la neocorteza, el cerebro pensante. Esta bifurcación permite a la amígdala empezar a responder antes que la neocorteza, que elabora la información mediante diversos niveles de circuitos cerebrales antes de percibir plenamente y por fin iniciar su respuesta más perfectamente adaptada. Este es el motivo de que muchas reacciones emocionales ocurran sin ninguna decisión consciente y cognitiva, desencadenando la respuesta emocional antes de que los centros corticales puedan comprender qué está sucediendo. Lo peor es que la mente emocional considera sus convicciones como absolutamente ciertas. Esta es la explicación por lo que es muy difícil poder razonar con alguien que está emocionalmente perturbado.

En la actualidad, mediante las técnicas de resonancia magnética funcional, los investigadores han podido comprobar como se activa la amígdala en una persona en la que está funcionando la emoción, y la corteza prefrontal dorsolateral, cuando está funcionando su razonamiento; así como la corteza ventromedial que conecta ambos centros para que funcionen de manera integrada.Pero ¿qué ocurriría si se desconectara nuestro cerebro emocional de nuestro cerebro funcional?

La respuesta a esta pregunta la obtuvieron los investigadores del famoso caso de Phineas Gage, en 1848. Su caso, a raíz de un accidente, ha pasado a la historia de la neurociencia: al haber sido destruidas las partes ventromediales y orbitofrontales de su cerebro, provocando una desconexión entre su cerebro emocional y racional, se convirtió en otro hombre, una persona sin racionalidad, sin sentido común, sin disciplina, dominado por las emociones, sin vergüenza, abrupto e impulsivo. El resto de su vida no pudo tener relaciones personales ni sociales adecuadas, tampoco conservar su trabajo. En su caso, la emoción dominaba poderosamente a la razón.
 
Esto demuestra que cuando la parte racional y emocional del cerebro se desconectan funcionalmente (aunque no lo hagan anatómicamente como puede ser por un accidente o lesión), predomina el comportamiento emocional. La razón pierde capacidad entonces para controlar la conducta.

El regulador del cerebro para los arranques de la amígdala es afortunadamente la corteza prefrontal, que contiene o controla el sentimiento (por ejemplo de rabia) con el fin de ocuparse más eficazmente de la situación inmediata, o cuando una nueva evaluación hace conveniente una respuesta totalmente diferente, más analítica o apropiada a nuestros impulsos emocionales. Así pues, el discernimiento en la respuesta emocional es progresivo, la decisión es resultado de un proceso evaluativo entre razón y emoción previo a nuestras respuestas, a no ser que haya una emergencia emocional; donde respuestas rápidas son fundamentales para nuestra supervivencia: imaginemos que vamos a cruzar una calle y que en el instante en que bajamos el pie de la acera pasa a gran velocidad un coche; por supuesto nuestra reacción más inmediata es echar el pie hacia atrás como un movimiento reflejo, no hay tiempo para valorar las distintas posibilidades que podría ofrecernos la mente pensante, esa pérdida de tiempo sería fatal para la supervivencia.

Es aquí donde obtenemos la respuesta a nuestra pregunta inicial: el Titanic se hundió en 2h., mientras que el Lusitania lo hizo en 20 minutos. En condiciones extremas, cuando no hay tiempo para decidir, el cerebro racional no puede emitir una respuesta, no tiene capacidad de organizarla. Ahí se impone el cerebro emocional, diseñado para una respuesta rápida de supervivencia.

Sin embargo, lo normal es que para otras situaciones exista una relación mente emocional-mente pensante: cuando una emoción entra en acción, momentos después la corteza prefrontal se representa una relación riesgo/beneficio de infinitas reacciones posibles, y elige una de ellas como la mejor. Si la amígdala actúa a menudo como disparador de emergencia, la corteza prefrontal izquierda parece ser parte del mecanismo de desconexión del cerebro para las emociones perturbadoras: la amígdala propone y el lóbulo frontal dispone.
 
Esto nos lleva a pensar que tenemos dos mentes, una mente emocional y otra racional, la primera es mucho más rápida, actúa sin ponerse a pensar en lo que está haciendo, descarta la reflexión deliberada y analítica propia de la mente pensante, por lo que las acciones que surgen de la mente emocional acarrean una sensación de certeza especialmente fuerte: tras una descarga emocional fuerte, o incluso durante la misma, nos sorprendemos a veces pensando para qué o por qué lo hice; como en el caso de una discusión en la que de pronto se desata una tormenta emocional y respondemos diciendo lo primero que nos pasa por la cabeza fruto de la ira, desesperación o tristeza, en definitiva de las emociones. En este caso quizá luego llegue el arrepentimiento: cómo he podido dejarme llevar por las emociones, debería de haberme controlado.
 
Hemos llegado a la conclusión de que las emociones son imprescindibles en nuestra vida, ya que nos ayudan a sobrevivir en el momento inmediato y a decidir, porque adelantan cómo nos vamos a sentir en una situación u otra. Por ello, es muy difícil intentar tomar decisiones sobre una base puramente racional.

Hay otros casos en los que, no estando implicada la supervivencia inmediata, la emoción interfiere la razón: por ejemplo, en una infidelidad, la razón avisa a la persona infiel de que esa conducta no está bien, mientras que la emoción refuerza la conducta infiel positivamente a través del placer que ésta produce. En ese caso, se produce un desequilibrio entre razón y emoción que genera estrés a la persona, siendo la única posibilidad de evitar ese estrés alcanzar de nuevo el equilibrio: o bien cambia la emoción abandonando la infidelidad, o se buscan argumentos razonables que hagan aceptable la conducta infiel.

La calidad de vida de una persona, pues, depende de su balance o equilibrio emocional: la capacidad para sentir sus emociones de forma adecuada y regularlas en respuesta a las circunstancias estresantes de la vida. Ello obviamente no supone eliminar las emociones, cosa como hemos visto imposible, sino integrar la razón y la emoción para evitar el estrés, que no es más que una respuesta emocional continuada y disfuncional.

Las personas con capacidad para obtener ese equilibrio decimos que despliegan inteligencia emocional. Lo que hoy conocemos como “inteligencia emocional“, fue un término acuñado en 1990 por dos psicólogos, John Mayer de la universidad de New Hampshire, y Peter Salovey de Yale; abarca cualidades del ser humano como la comprensión de las propias emociones, la capacidad de saberse poner en el lugar de otras personas y la capacidad de conducir sus propias emociones de forma que mejore la calidad de vida. Salovey organiza la inteligencia emocional en cinco competencias principales:
  • Conocimiento de las propias emociones (autoconocimiento)
  • Capacidad de manejarlas (control emocional)
  • Capacidad de automotivarse
  • Capacidad de reconocimiento de las emociones de los demás (empatía)
  • Habilidad en las relaciones (habilidades sociales y liderazgo)
La gran ventaja es que la mente emocional puede interpretar percepciones en un instante, es decir, podemos evaluar si alguien está mintiendo, está triste o alegre, y evaluar intuitivamente cómo comportarnos con cada una de las personas que nos rodea. A partir de aquí la persona tendrá habilidades para percibir, valorar y expresar emociones con precisión o desarrollar la capacidad de generar a voluntad determinados sentimientos, en la medida que faciliten el entendimiento de uno mismo o de otra persona o incluso de regular las emociones para fomentar un crecimiento emocional o intelectual.
En conclusión, la inteligencia emocional es el uso de la razón para gestionar convenientemente nuestros sentimientos: una emoción negativa se puede anular con una positiva, si sabemos utilizar la razón (la inteligencia emocional) para seleccionar y desarrollar dichas emociones positivas, así como para ajustar nuestras expectativas a nuestras posibilidades y las de quienes nos rodean.

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