domingo, 16 de octubre de 2016

HACIA EL PARTIDO-MOVIMIENTO




11/10/2016 | Nico Sguiglia 

Tras el fecundo proceso de creación organizativa, los éxitos cosechados en el breve ciclo electoral y los desafíos abiertos en el ámbito institucional, resulta indispensable abordar un debate político y organizativo para afrontar una nueva fase. El ya mentado paso de la guerra de movimientos a la guerra de posiciones o de ‘la máquina de guerra electoral al movimiento popular’ debe transformarse en hipótesis y líneas de actuación concretas. El presente artículo son tan sólo unos apuntes que buscan contribuir al debate sobre la fórmula ‘partido-movimiento’ y la necesidad de dotarnos de modelos organizativos que aborden algunos desafíos considerados urgentes: desborde de la forma partido tradicional, despliegue instituyente hacia lo social, inhibición de tendencias burocráticas y centralistas, creación de mecanismos que promuevan la democracia y la pluralidad internas, articulación y construcción de una hegemonía en común con otros actores, etc. Se trata de problemas o tensiones que no son novedosos, la novedad es la oportunidad de cambio social y político que vive nuestro país. Por ello el problema de la organización debe ser afrontado de forma democrática y productiva, traduciendo sus conclusiones en orientaciones y líneas de actuación. No hay tiempo ni deseo de cambio que perder.

Partido plebeyo e institucionalidad de clase

En el debate sobre la fórmula partido-movimiento resulta conveniente revisitar la historia y analizar la experiencia de aquellas organizaciones políticas que consiguieron un enorme impacto sobre la política institucional al tiempo que articulaban procesos de participación política de masas. La articulación entre disputa del poder político y la vertebración organizativa de amplios sectores sociales ha tenido traducciones prácticas bastante exitosas en el marco europeo. La hipótesis, que excede los objetivos de este artículo, es realizar un análisis institucional de algunas experiencias poniendo en el centro dinámicas expansivas que desbordaron los límites de la forma-partido. No se trata de negar las contradicciones, cierres burocráticos o fracasos de muchas de estas experiencias -tan extensamente teorizados desde diferentes ámbitos- sino de atender a aquellos dispositivos que les permitieron combinar el trabajo institucional con una apertura y vertebración con lo social.

Los casos del Partido Socialdemócrata alemán entre 1890 y 1930, el Partido Comunista Italiano de posguerra o la formación del laborismo inglés son tan sólo algunos ejemplos cercanos de organizaciones que combinaron, durante cierto tiempo, una función representativa con una función instituyente compleja y expansiva, articulando la forma-partido con una galaxia de experiencias organizativas forjadas en el seno del movimiento obrero. En todas estas experiencias encontramos un proceso de construcción hegemónica en la que los grandes partidos convivieron con otras instituciones obreras como sindicatos, centros culturales y locales sociales de todo tipo, periódicos, equipamientos sanitarios y educativos, clubes deportivos, cooperativas, etc. Los sectores obreros y populares no sólo contaban con un partido que los representaba- de forma cada vez más exitosa y con importantes logros legislativos en las instituciones sino que participaban de un entramado organizativo extenso y capilar que atravesaba la vida –dentro y fuera de los lugares de trabajo-, transformando a la población trabajadora, dispersa y fragmentada, en una clase organizada y con una cultura propia. El desafío político de entonces -al igual que ahora- no era sólo ‘representar’ a una nueva mayoría sino instituirla, articularla, dotarla de una vertebración organizativa.

La formación de ese actor mayoritario y hegemónico -al menos en Occidente durante más de un siglo- llamado ‘clase obrera’, descrita magistralmente por E.P.Thompson/1, se desarrolló mediante dos procesos estrechamente interconectados. Por un lado, la emergencia de una identidad colectiva y una conciencia de clase forjada mediante la unificación o articulación de intereses entre todos los grupos diversos de la población trabajadora -mucho más heterogénea de lo que se cree- y contra los intereses de otras clases. Por otro lado, el desarrollo de formas de organización política, social y sindical que se tradujo en una tupida red de instituciones obreras socialmente arraigadas pero también en ‘tradiciones intelectuales obreras, pautas obreras de comportamiento colectivo y una concepción obrera de la sensibilidad’. Este proceso de maduración y extensión organizativa queda reflejado en el paso de las sociedades populares de orientación jacobina a la proliferación de sociedades de socorro mutuo y la formación de trade unions en prácticamente todos los asentamientos obreros, lo que produjo ‘una alteración radical de las actitudes subpolíticas del pueblo’. Sólo cuando las ideas y programas de la tradición jacobina y los reformadores plebeyos lograron articularse con el proletariado sansculotte se logró componer, mediante una nueva institucionalidad y el ejercicio de lo que podríamos denominar un socialismo populista, un proceso de subjetivación política que cambiaría la historia. Un partido-movimiento debe otorgar un lugar central a la creación de una institucionalidad popular que exceda a las funciones de representación y buscar una articulación permanente entre las expresiones contemporáneas de aquellos jacobinos, reformadores plebeyos y sansculotte. El nivel de protagonismo de los sectores plebeyos y populares y la capacidad de desbordar y exceder a las vanguardias jacobinas son buenos indicadores tanto de la salud de una organización política como de la potencia de un proceso de cambio político y social.

Partido en movimiento y sindicalismo social

A la hora de caracterizar la idea de ‘movimiento’ conviene ir más allá de las experiencias y teorizaciones enmarcadas en los llamados ‘nuevos movimientos sociales’ y extraer algunos rasgos de la forma-movimiento que pueden ser útiles para el debate organizativo actual. En primer lugar, la forma-movimiento señala ante todo la existencia de una multiplicidad de instancias organizativas que, en relación con la forma-partido, presentan mayores cotas de plasticidad, dinamismo, informalidad y descentralización. En segundo lugar, se caracteriza por un tipo de acción y organización colectiva fundamentalmente extra-institucional y que, si bien puede producir impactos en la forma-estado y las políticas públicas, no tiene como objetivo central la participación en los órganos de representación política sino una vertebración organizativa de lo social. En tercer lugar y estrechamente vinculado a lo anterior, la forma-movimiento se ha especializado en una política situacional, que busca desplegar o fortalecer la potencia de autoorganización de los sujetos afectados por una determinada problemática. Este trabajo en situación, que tiene su revés en un excesivo particularismo o sectorialización, ha permitido enriquecer y profundizar el conocimiento sobre los múltiples mecanismos de dominio y explotación pero también sobre las formas de resistencia y subjetivación política (pensemos la contribución del movimiento feminista o anticolonial por poner tan solo dos ejemplos). Ha permitido a su vez que sea en la forma-movimiento donde se han producido mayores niveles de innovación (organizativa, técnica, comunicativa, etc.) y donde se han ensayado prototipos organizativos capaces de adaptarse y anticiparse en muchos casos a los cambios sociales y subjetivos en curso. Una vez más, no se trata de negar los innumerables problemas y limitaciones que existen en la hipótesis movimentista ni la tendencia a la institucionalización, la marginalidad o la evanescencia que han acompañado a los movimientos sociales. La propuesta es pensar la relación partido/movimiento en términos de articulación y ensamblaje y no de dicotomía o disyunción. El desafío es ensamblar las piezas de la forma-partido y la forma-movimiento, abordando la relación desde un análisis institucional o maquínico interesado ante todo en su funcionamiento, sus dispositivos y su adaptabilidad a los objetivos y actores presentes en el actual momento político. Desde esta perspectiva, resulta indispensable analizar y extraer saberes organizativos de muchas experiencias de movimiento.

Como demuestra la historia, cuando el capital avanza y deja de someterse al mando democrático, la vida (incluido el planeta) se vuelve precaria y vulnerable. No es casual que las situaciones en las que se han articulado movimientos en los últimos años estén atravesadas por la desposesión y la precarización, rasgos centrales de la regulación neoliberal del conflicto capital-vida. Lo que estos movimientos señalan son escenarios donde existe una disputa, viva y encarnada, por el significante democracia y la orientación de las políticas públicas: luchas por la vivienda, en defensa de la sanidad, la educación y otros servicios públicos; galaxia de micro-conflictos entorno al paro, la exclusión y la desregulación laboral; demandas y conflictos vinculados a la democracia urbana; redes por la defensa de los comunes (naturales o digitales), etc. Un partido-movimiento debe habitar e intervenir en estas situaciones porque en ellas se juega la vida. Y para ello debe incorporar dispositivos más propios del mejor sindicalismo, las mareas, la PAH, las asociaciones vecinales y las redes que de los partidos políticos tradicionales. En la actual ofensiva neoliberal sobre la vida el partido-movimiento tiene que ser capaz de articularse también como un sindicato social, combinando funciones de asesoramiento, organización, conflicto, negociación colectiva y defensa y ampliación de derechos. El desafío de crear y fortalecer procesos de organización frente a la precarización y forzar una tendencia expansiva de los salarios directos e indirectos es una cuestión inaplazable. Sabemos que para construir una nueva mayoría no bastará con buenos y honestos representantes institucionales. Necesitamos una sociedad abigarrada que acompañe y protagonice, desde múltiples situaciones y escenarios, el proceso de cambio social en curso, para lo cual precisamos de modelos organizativos que sepan ensamblar de la forma más virtuosa posible los mejores dispositivos de la forma-partido, la forma-sindicato y la forma-movimiento.

Partido y territorio

En política no hay vacíos, y la gobernanza urbana es una buena muestra de ello. A poco que se analice con cierto detenimiento, se puede percibir como el territorio está enteramente atravesada por múltiples dispositivos de regulación neoliberal, tanto a nivel espacial como subjetivo. En la ciudad los efectos dispersivos y despolitizadores de la hegemonía neoliberal conviven con redes más o menos difusas que, si bien debilitadas y envejecidas, continúan vinculando las dinámicas asociativas y vecinales con los partidos tradicionales. Estas redes, claves en la gestión clientelar municipal, siguen estando operativas para ‘militar el voto’ en época electoral, decantar posiciones en torno a políticas públicas o amortiguar los conflictos urbanos. Si bien los vínculos vecinales y las identidades colectivas se han visto profundamente alterados en las últimas décadas, los barrios -sus calles, plazas, comercios, equipamientos, etc.- siguen siendo un espacio compartido en el que transcurre la vida de millones de personas, una vida atravesada, con mayor intensidad por la política en los últimos años. No tenerlos en cuenta como espacios de socialización política supone dejar en manos del mercado -y sus efectos materiales y subjetivos- o las redes políticas clientelares la suerte de la ciudad. La experiencia del movimiento ciudadano y vecinal del tardofranquismo y los primeros años de la democracia deja lecciones que no conviene despreciar. En primer lugar, el diseño de la ciudad está enteramente atravesado por un conflicto de clase y sólo a través de la organización colectiva se puede equilibrar mínimamente la asimetría de poder entre las élites urbanas y los sectores populares. En segundo lugar, el barrio no se define espacial o geográficamente sino que se construye sobre la creación de vínculos y trama social entre los sujetos que lo habitan, y la construcción de vecindad en un escenario de atomización y dispersión es de por sí un hecho político. Finalmente, la creación de espacios, dispositivos e instituciones populares (AAVV y sus múltiples servicios, peñas, clubes, fiestas) son piezas clave para el impulso de la cooperación, la organización vecinal y la acción colectiva para mejorar la vida en los barrios. Asumiendo las profundas transformaciones espaciales y subjetivas que han sufrido nuestras ciudades, un partido-movimiento no puede eludir el desafío de intervenir y fortalecer la organización colectiva en los barrios de nuestras ciudades.

Las experiencias de los Ayuntamientos del cambio están demostrando enormes potencialidades pero a su vez grandes limitaciones para la implantación de nuevas políticas públicas municipales, certificando la intuición de que gobierno y poder no son sinónimos y que la política, también la municipal, es ante todo una relación de fuerzas. En una reciente entrevista, Gerardo Pisarello explicaba con absoluta claridad que, pese a gobernar la ciudad de Barcelona, les era imposible ejecutar determinadas medidas "por falta de un contrapoder social fuera de las instituciones"/2. De modo que un partido-movimiento debe destinar recursos, energía e inteligencia a fortalecer procesos de organización y contrapoder que se articulen, incluso de forma conflictiva, con el trabajo institucional. No se trata tanto de un llamamiento a "volver a las calles" como a "volver al territorio", lo que requiere no solo precipitar la movilización y la protesta sino algo más difícil e importante: conocer la ciudad y desarrollar una vertebración organizativa con sus habitantes. Para ello un partido-movimiento debe incorporar en su diseño organizativo herramientas de intervención propias de la organización comunitaria y de los movimientos vecinales, así como un plan de trabajo que posibilite su implantación territorial y el fortalecimiento de la organización colectiva en los barrios y distritos.

Un partido del hacer.

La experiencia de la organización Ciudad Futura (tercera fuerza política en la ciudad de Rosario, Argentina) aporta interesantes reflexiones y prácticas en torno a lo que llaman un "Partido de Movimiento"/3. En primer lugar parten de una contraposición entre un Partido de Movimiento y un Partido de Estado, señalando de ese modo diferencias sustanciales en cuanto a objetivos, marcos o lógicas de construcción y métodos de trabajo y organización. Mientras el segundo se articula en torno a una racionalidad estatal basada en la representación (y con ello la tendencia a la autonomización de lo político-representante y la pasivización de lo social-representado) y tiene como referencia central al Estado, el Partido de Movimiento opera mediante una racionalidad política basada en la expresión (y con ello la tendencia a una ampliación de la potencia política de lo social que se despliega también en lo estatal) y tiene como referencia central a la sociedad en movimiento. En segundo lugar, esto se traduce en un modelo organizativo de tres patas que, si bien funcionan de forma articulada, responden a lógicas y modos de hacer singulares: la institución, el territorio y las prácticas prefigurativas. El trabajo institucional asume el desafío de implementar nuevas formas de expresión y representación radicalmente democráticas así como impulsar, con rigor y eficiencia, políticas públicas al servicio de los sectores populares. El trabajo territorial supone la gestación y desarrollo de procesos de empoderamiento y organización social en los distritos y barrios, entendiendo la ciudad como uno de los escenarios privilegiados de la disputa entre el poder de las élites y el poder popular. Las prácticas prefigurativas señalan una vocación instituyente y la apuesta por impulsar proyectos e iniciativas (emprendimientos productivos, centros sociales y culturales, medios de comunicación, etc.) que expresan y anticipan, desde el hacer aquí y ahora, el cambio que queremos. Un partido-movimiento pone en marcha proyectos e iniciativas que demuestran mediante el hacer la posibilidad y viabilidad de modos alternativos, eficientes y democráticos, a la gestión neoliberal.

Democracia, confianza en las bases y leninista sencillez.

"(…) Temo que los desfiles y los mausoleos, los honores y rituales pompas, en su rigidez, cubran de empalagoso óleo la leninista sencillez". En su bello y sentido poema escrito tras la muerte de Lenin en 1924, Maiakovsky señalaba un problema, extensamente teorizado, que acompañó desde siempre al marxismo y la izquierda: el abandono del carácter conflictivo, dinámico y expansivo de las organizaciones obreras en aras de una "responsabilidad de Estado" marcada por el conservadurismo, la burocratización y una excesiva centralización. El "devenir Príncipe" de las clases subalternas, recuerda Gramsci, supone dotarse de una consistencia organizativa y un proyecto estratégico claro que supere las posiciones subversivistas inorgánicas que "mantienen un estado febril sin porvenir constructivo". Dicha consistencia no debe caer, sin embargo, en una excesiva centralización en la que los órganos de dirección suplanten al partido y ahoguen la iniciativa política de las bases y otras formas organizativas de clase. Si eso ocurriera, advierte ya en 1925, "el partido se convertiría, en el mejor de los casos, en un ejército (y un ejército de tipo burgués); perdería lo que es su fuerza de atracción, se separaría de las masas"/4. Son innumerables los ejemplos de organizaciones que se fueron fosilizando a causa de un creciente dogmatismo ideológico, una férrea centralización o dinámicas irreversibles de burocratización tan bien descritas por Robert Michels. No basta por lo tanto con alertar de este peligro y señalar las contradicciones propias del crecimiento organizativo y el trabajo institucional. El desafío pasa por diseñar e implementar mecanismos concretos que inhiban esta tendencia y permitir que las organizaciones se mantengan como espacios vivos y dinámicos. Gramsci destaca la necesidad de un programa intensivo de formación que permita que "todo miembro del Partido sea un elemento político activo, sea un dirigente." La formación política no pasa sólo por aspectos teóricos sino que aborda cuestiones relacionadas con la intervención práctica y con el fomento de una determinada ética militante, alejada del narcisismo vanguardista, el oportunismo burocrático y el patriotismo de partido. Un militante no debería ser un soldado acrítico sino ante todo un organizador, para quien la lealtad y el crecimiento de su organización es importante, pero aún más la creación de una sociedad abigarrada y en movimiento capaz de resistir y sobre todo crear alternativas a la gestión neoliberal. Además de formar organizadores y promover una ética militante basada en la leninista sencillez, un partido-movimiento debe dotarse de instrumentos que aseguren su permeabilidad y apertura con una membresía laxa, lo que requiere de formas de participación que se adapten a la flexibilidad de los tiempos y las situaciones vitales de la gente (no todo el mundo puede o quiere participar en calidad de militante) y crear programas de trabajo y líneas de intervención que permitan una vinculación productiva al proyecto, sostenida en el hacer (con múltiples modos e intensidades) y no tanto en admirar, criticar o debatir ad nauseam las acciones de la dirección. Esto requiere una apuesta firme por una democracia interna que lejos de conformarse con plebiscitar decisiones ya tomadas confía en la descentralización y en la inteligencia colectiva de sus bases para el diseño, ejecución y evaluación de los planes de trabajo y las orientaciones políticas de la organización.

Multiplicidad y hegemonía

Conviene recordar que las categorías gramscianas de hegemonía y bloque histórico pretenden nombrar procesos vivos y dinámicos que exceden y desbordan a los actores políticos formales. No es una organización -por más potente que sea- la que construye hegemonía ni el bloque histórico adquiere la forma de un frente (único, amplio, etc.) o federación de organizaciones. La construcción de hegemonía y la forma del bloque histórico tienen en común tres palabras: multiplicidad, expansión y articulación. En términos estrictamente políticos emergen dos lecciones inmediatas para un partido-movimiento que intervenga en la coyuntura. En primer lugar, el desafío no es construir una organización inmensa que tienda a unificar sobre sí a las fuerzas del cambio sino el articular con la máxima potencia política a la multiplicidad de actores con los que se comparte una construcción hegemónica en común. Pasar del catch-all party [partido atrapalo-todo] al articulate-all party [partido que lo articula-todo]. Un partido-movimiento no busca absorber o subordinar a otras experiencias sino producir la mejor articulación posible con ellas, componiendo -no imponiendo- de ese modo un proceso expansivo de cambio. En la práctica esta articulación entre demandas y actores diferentes y asimétricos muestra toda su complejidad y emergen multitud de conflictos. Los procesos de confluencia ensayados en los últimos años reflejan esa dificultad, pero también una enorme potencia política y el desarrollo de una cultura de la articulación y una diplomacia de base que deben ser optimizadas. En segundo lugar, si no se expande no es política. Esta voluntad expansiva exige tener mirada larga y vocación mayoritaria, siendo capaces de desbordar a las organizaciones formales y determinadas identidades ideológicas para interpelar y afectar al conjunto de la sociedad. Y aquí es donde se requiere del mismo modo de significantes abiertos y prácticas discursivas inclusivas como de un contacto y cooperación material con la miríada de actores que habitan e intervienen en la formación de la cultura popular y el sentido común. El 15M mostró una forma de politización, capilar y expansiva, que alteró y agrieto la hegemonía neoliberal. Fue un proceso que desbordó tanto a los actores políticos formales como a los medios, las instituciones públicas y otros instrumentos de organización cultural. Mostró las costuras también de una izquierda con métodos y discursos propios de una situación defensiva y minoritaria, inoperativos para adaptarse a una coyuntura expansiva y construir una nueva mayoría social y política. De modo que conviene entender el bloque histórico como una articulación de una multiplicidad de actores y la construcción hegemónica como un proceso vivo más parecido a un clima o una marea que a un boletín oficial. Un proceso que crece en común y de forma expansiva, con una vocación mayoritaria que requiere de métodos y discursos flexibles y sobre todo contemporáneos:

1) La búsqueda de confluencias con otros actores desde la diplomacia y una cultura de la articulación;

2) El desborde de las organizaciones formales y los límites de la izquierda para construir una nueva mayoría; y

3) La disputa sobre la formación del sentido común tanto en su formación por arriba (medios, marcos discursivos mainstream, normas institucionales, etc.) como en la compleja formación y reproducción, por abajo, de la cultura popular.

Tres orientaciones necesarias para la construcción de hegemonía por parte de un partido-movimiento.

Partido y máquina de guerra

El concepto de Máquina de Guerra, utilizado frecuentemente por la dirección de Podemos, fue teorizado extensamente por Deleuze y Guattari/5 para nombrar una forma de organización social opuesta, externa e irreductible al aparato de Estado. Lejos de posibles analogías con los ejércitos y la institución militar -propia de los Estados- , se trata de una figura dinámica y expansiva caracterizada por la multiplicidad, la desmesura, la forma-manada y la metamorfosis. Los Nómadas, Amazonas y otros pueblos sin-Estado no habitan el territorio estriado y estratificado de la ley y la institución sino que el suyo es un medio sin horizonte, un espacio liso como las estepas, el desierto o el mar. Las máquinas de guerra tienen jefes, pero a diferencia del aparato de Estado no tiende a perpetuar o conservar los órganos de poder sino un tejido de relaciones inmanentes. Sus principales armas son el secreto (una lengua extraña para la lógica estatal), la velocidad (un nuevo ritmo del tiempo capaz de combinar catatonías con fulguraciones) y los afectos (no ya sentimientos interiorizados sino una fuerza de catapulta que proyecta hacia el exterior unos afectos que ‘atraviesan el cuerpo como flechas, son armas de guerra’). La victoria del aparato de Estado frente a la máquina de guerra no pasa tanto por su aniquilación como por su captura, estriando y codificando el territorio, transformando sus jefes en hombres de Estado, regulando toda posible exterioridad y desborde, incorporando sus flujos (incluidos los afectos) en una lógica gobernable. Esta victoria estatal sobre la máquina de guerra no es nunca definitiva y la relación antagónica entre ambas no debe entenderse "en términos de independencia, sino en términos de coexistencia y competencia, en un campo en constante interacción". La profundidad filosófica y la estetización del nomadismo frente al aparato estatal fue interpretado frecuentemente, más aún tras la derrota del Mayo del 68, como una apología de lo minoritario que no conseguía ocultar un repliegue defensivo hacía formulas políticas marginales, ya sea en devenires de pequeño-grupo, fugas literales de la realidad (en vertientes comunitaristas o autodestructivas) o posiciones de espera y mistificación de algún tipo de acontecimiento o fulgor insurreccional. En relación al debate que nos atañe resulta útil extraer al menos dos lecciones de Deleuze y Guattari (cabrían muchas más).

En primer lugar, diseñar y aplicar dispositivos que impidan que una organización pueda ser capturada por el aparato de Estado y tienda a incorporar rasgos propios de una máquina de guerra: multiplicidad interna, liderazgos provisionales, plasticidad y capacidad de adaptación, uso virtuoso de la velocidad y los afectos, un movimiento expansivo y constituyente que permite la fundación de un pueblo nuevo, etc.

En segundo lugar, entender que la política molar y la molecular se relacionan en términos de conjunción y no de disyunción. Ni política de mayorías que no se contagie y se articule con los devenires minoritarios de la sociedad, ni política de minorías que utilice la lengua menor como dialecto, cultive el gueto y una autonomía o exterioridad ilusoria con respecto a la forma-Estado, pensando que basta con ignorarlo para destruir o transformar su poder. Un partido-movimiento debe prestar atención a la micropolítica y saber articularse y componerse con las minorías organizadas inhibiendo toda pulsión hegemónica, y éstas deben abandonar toda posición reactiva o paranoica y, como invitaba Guattari a los movimientos en relación con el PT brasilero en 1982, "encontrar sus modalidades de inserción, intentar desarrollar una ambigüedad en la expresión, una agitación, un estilo de vida que sobrepase todas las estructuras de pequeño grupo que se adhieren como ostras y moluscos en ese proceso"/6.

13/09/2016

Nico Sguiglia es Enlace de organización de Podemos Andalucía en la provincia de Málaga y dinamizador del trabajo territorial de Málaga Ahora
Publicado originalmente en Diagonal:
Notas:
1/ Thompson, E.P (1963). La formación de la clase obrera en Inglaterra. trad. es. Madrid, Capitan Swing, 2012.
2/ Iborra, Y. Franca, J. (2016, Agosto, 22). ‘Barcelona y Madrid debemos presionar conjuntamente al Estado’ Entrevista a Gerardo Pìsarello. ElDiario.es. Recuperado de: http://www.eldiario.es/catalunya/barcelona/Barcelona-Madrid-presionar-conjuntamente-gobierno_0_550495174.html
3/ Ver Partido-Movimiento y construcción territorial: la experiencia de Ciudad Futura. Entrevista de Nicolás Sguiglia a Juan Monteverde, Alejandro Gelfuso y Franco Ingrassia (Ciudad Futura).
4/ A. Gramsci (1925). Necesidad de una preparación ideológica de la masa. Recuperado en: https://www.marxists.org/espanol/gramsci/mayo1925.htm
5/ Deluze G. y Guattari F. (1980). Mil Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Ed. Pre-Textos.
6/ Rolnik, S. y Guattari, F. (2006). Micropolítica. Cartografías del deseo. Madrid: Traficantes de Sueños.

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