martes, 18 de abril de 2017

LA TEOLOGÍA ECONÓMICA (III)





Por: Alfredo Apilánez

Hedonismo despiadado 
La libertad y la felicidad no dependen de la actividad privada de cada individuo, sino del orden civil establecido. Son, por tanto, asunto político
Joaquín Miras Albarrán
No hay almuerzo gratis
Milton Friedman

Al final de su extraordinaria disección del tortuoso camino recorrido por la economía desde los clásicos (Smith, Ricardo y Marx) hasta la hegemonía actual del dogma neoclásico-marginalista, Maurice Dobb describe de esta desalentada manera el “velo” ideológico que, bajo el ropaje de cientificidad y asepsia característico de las construcciones matemáticas de la disciplina, encubre sus verdaderas motivaciones de legitimación del orden vigente: “Éste parece un ejemplo más, si aún hiciera falta alguno, dado a nuestra materia, de los prejuicios transmitidos al pensamiento por el marco conceptual heredado o adquirido, el cual, como desde el comienzo hemos sugerido, está permeado por la ideología, cuando no directamente impulsado e inspirado por ella”.

Y no hay cuestión más “permeada por la ideología” -hasta el punto de excluirla completamente del campo categorial de la “Ciencia económica”, que llega al absurdo de correr un tupido velo sobre lo que debería ser su objeto de estudio-, que la relacionada con la progresiva ocultación de las leyes que rigen la distribución de la riqueza social y el origen del excedente y de la ganancia del capital.

En un prestigioso manual universitario de microeconomía se puede leer lo siguiente: ”Basándose en el supuesto de la utilidad marginal decreciente (la satisfacción producida por el consumo de cantidades mayores de un bien es decreciente), algunas personas llegaban a deducir que la utilidad marginal de un dólar debía ser menor para una persona rica que para un pobre. De hecho, esto puede ser cierto en la mayoría de los casos ya que las personas ricas gastan sus billetes casi de la misma manera que los pobres gastan sus monedas (sic). Sin embargo, existen casos en los que este tipo de comparación no se cumple. Por ejemplo, algunas veces los vagabundos gastan sus dólares –cuando los tienen- más pródigamente que los ricos. Dado que una buena teoría debe cumplirse en todas las circunstancias, las comparaciones interpersonales de satisfacción (utilidad) se consideran altamente cuestionables”. Que en un texto académico al uso (a pesar de la condición divulgadora de un manual para estudiantes) se pretenda hacer pasar por conocimiento científico semejantes desatinos impele a indagar cuáles son los “prejuicios transmitidos por el marco conceptual heredado o adquirido” que animan una cosmovisión con aristas poliéticas tan “afiladas”. Para evitar los riesgos de cometer simplificaciones, elevémonos a las alturas de la ciencia “seria” tratando de confirmar la existencia de tan sui generis fundamentos ético-morales en sus insignes teóricos.

El principio –la negación delas comparaciones interpersonales de utilidad-, tan burdamente expresado en el fragmento previo, es no obstante el corolario esencial de la teoría de la utilidad ordinal en su aplicación a la economía del bienestar. Se trata de la cumbre de la teoría ortodoxa basada en la ordenación de las preferencias subjetivas entre los bienes como fundamento de la conducta del “consumidor soberano”, que sirve asimismo de armazón para la deducción de la función de demanda y la determinación del precio de mercado. La deslumbrante perfección matemática de su catedral teórica, culminada por la exaltación de la maximización de la utilidad –el “ser humano” de la antropología liberal sólo disfruta consumiendo privadamente su dotación inicial de recursos, cuyo origen queda en la penumbra- como epítome de la eficiencia y del bienestar social, es aún admirada por legiones de obsecuentes discípulos recién iniciados en los arcanos de la ciencia económica.

El axioma básico de “una buena teoría” afirma que no hay ninguna razón “científica” que justifique la transferencia de rentas (o de riqueza acumulada a través del patrimonio heredado) de los ricos a los pobres. Es más, tampoco es en absoluto apropiado afirmar que ello aumente el bienestar general. Se trata de una aseveración totalmente ilegítima bajo los parámetros de la ciencia seria. No puede afirmarse que el rico “sufra” menos que el pobre con cualquier pérdida de riqueza o ingreso.  Como expresa, con fina ironía, el ilustre y heterodoxo economista John Kenneth Galbraith en uno de sus excelentes trabajos histórico-divulgativos, “los sentimientos de diversas personas no son comparables; establecer semejantes comparaciones equivaldría a negar la profundidad y complejidad de las emociones humanas y ello representa una negación de las modalidades de razonamiento a las que aspiraba todo economista cabal y de buena reputación”. Por esotérico que todo ello pudiera parecer, las consecuencias prácticas de semejante postulado fueron colosales: en términos económicos estrictos no hay ninguna razón que justifique la intervención fiscal redistributiva del estado. La teoría económica ortodoxa no es partidaria de la contaminación de la pureza del mercado con políticas correctoras. Como añade irónicamente Galbraith: “para los ricos, ésta volvía a ser una muy adecuada conclusión”.

El profesor Lionel Robbins (autor de la canónica definición de la economía como “la ciencia que analiza el comportamiento humano como la relación entre unos fines dados y medios escasos que tienen usos alternativos”; conceptualización que, dicho sea de paso, podría aplicarse a cualquier ciencia de la conducta en general, lo cual la dota de una concreción y claridad deslumbrantes) fue el más ilustre profeta de la nueva verdad revelada. El autor del pomposo “Ensayo sobre la naturaleza y la significación de la ciencia económica” y miembro de la sociedad Mont Pelerin -dirigida por el fanático antisocialista y padre del neoliberalismo Friedrich Hayek (al que Robbins nombró profesor en la London School of Economics que dirigía)- llamaba al perentorio abandono de consideraciones distributivas, pues no era posible sostenerlas científicamente: “Sostuve que la agregación o comparación de las satisfacciones de distintos individuos entrañan juicios de valor y no de hechos, y que tales juicios rebasan los límites de la ciencia positiva”. Mister Robbins, con inusual franqueza en un científico riguroso, sella de forma hermética el campo de la Ciencia Económica conminando a sus devotos cultivadores a no contaminarse con adherencias ético-políticas:”la parte de la teoría de las finanzas públicas que se refiere a la ‘utilidad social’ debe tener una significación diferente. No puede deducirse de los supuestos positivos de la teoría pura, por muy importante que sea como desarrollo de un postulado ético. Y tanto los postulados utilitarios de que se deriva como la economía analítica con la que ha sido asociada serán más convincentes si esto se reconoce con claridad”.

Ni que decir tiene que quien no reconozca semejante marco teórico –acotado con este nada sutil expediente de “cierre categorial” excluyente de cualquier intervención perturbadora del libre juego de las fuerzas del mercado- como las tablas de la ley será automáticamente excluido del grupo de los científicos serios que no se dejan llevar por “prejuicios transmitidos al pensamiento por el marco conceptual adquirido”. Científicos serios –y con ciertas veleidades poéticas, todo sea dicho- como uno de los maestros del profesor Robbins y uno de los tres (junto con Menger y Walras) padres fundadores de la escuela “marginalista”, Stanley Jevons, quien definía el “núcleo epistemológico” de la teoría económica del siguiente tenor: “El placer y la pena son sin duda alguna los objetivos últimos del cálculo de la economía (…) satisfacer nuestras necesidades al máximo y con el mínimo esfuerzo o, en otras palabras, lograr la máxima satisfacción y placer es el problema de la economía”. ¡Quién podría resistirse a una concepción de tamaña profundidad intelectual! No deja de resultar curioso que los adeptos a este descubrimiento “epocal” del cálculo hedonista como riguroso basamento del “problema de la economía” fueran al mismo tiempo implacables fustigadores de la posibilidad de adopción de medidas paliativas hacia el sufrimiento de los “perdedores” en el libre juego de las fuerzas del mercado.

Sin embargo, faltaba algo que coronara la majestuosa construcción del nuevo paradigma de la ciencia social por excelencia. Una vez excluidas las consideraciones redistributivas del campo de estudio había que, en sentido inverso, proceder a entronizar los armoniosos equilibrios maximizadores del bienestar social como virtudes teologales del funcionamiento óptimo de los perfectos mercados y de la asignación eficiente de los factores productivos (la Santísima Trinidad de la madre Tierra, el padre Trabajo y el ‘espíritu santo’ del Capital).

El llamado “óptimo de Pareto” (obra del economista italiano Wilfredo Pareto, gran admirador del muy liberal Duce Benito Mussolini) es la máxima expresión de esa elegante construcción lógico-matemática, cumbre del aseado positivismo de una ciencia comme il faut: ” En análisis económico se denomina óptimo de Pareto a aquel punto de equilibrio en el que ninguno de los agentes afectados puede mejorar su situación sin reducir el bienestar de cualquier otro agente”.  Como anota, con cierto poso de amargura, Amartya Sen: “Si la suerte de los pobres no puede mejorarse sin reducir la opulencia de los ricos, la situación será un óptimo de Pareto a pesar de la disparidad entre ricos y pobres”.

El beatífico óptimo paretiano ofrece así la posibilidad de confinarse en los problemas de la pura y simple eficiencia económica sin preocuparse por la equidad ofreciendo un criterio supuestamente objetivo de “optimalidad” social independiente de la distribución de la renta. Este estado de la sociedad es conocido técnicamente como superioridad de Pareto y se presupone en cualquier equilibrio general competitivo enlazando así la existencia matemático-positiva del equilibrio con un criterio de equidad-normativo consistente en su deseabilidad frente a cualquier situación alternativa.

Como inquiere irónicamente Dobb: “¿Qué mejor cosa podía esperarse como objetivo político, definible en términos económicos puramente objetivos e independientes de la distribución y, por lo tanto, susceptible de utilizarse como un criterio objetivo de la eficiencia económica?”.

Empero, tal vez cegados por el deslumbrante brillo de la imponente construcción, las egregias eminencias de la ortodoxia tuvieron un instante de ofuscación en el que, como relata Dobb, “aparecieron la falacia y la confusión”. Olvidando la prohibición –por ellos mismos impuesta- de comparar utilidades individuales  y la consiguiente imposibilidad de realizar agregaciones de “bienestar” de los individuos, los entusiastas devotos del óptimo paretiano lo convirtieron en el criterio por antonomasia de maximización del bienestar social –cometiendo, dicho sea de paso, una grosera falacia de composición de “primero de lógica formal”-.

Ante la incredulidad que tal “patinazo” pueda provocar en los devotos creyentes en la infalibilidad de la ciencia económica, Dobb propone el siguiente ejemplo, extraído del texto canónico de dos de los grandes popes de la ortodoxia neoclásica: Paul Samuelson y Robert Solow. En él se afirma con toda solemnidad que “cada equilibrio competitivo es un óptimo de Pareto” y que “cada óptimo de Pareto es un equilibrio competitivo”, describiendo tales axiomas como la columna vertebral de la economía del bienestar y extrayendo la muy apropiada conclusión de que un equilibrio competitivo es siempre superior a uno no competitivo.

Por arte de birlibirloque, la negación de las comparaciones interpersonales –tan fieramente establecida-, que daba lugar a la exclusión perentoria de consideraciones distributivas del ámbito de la ciencia económica, se soslaya graciosamente para blandir ad hoc el dogma teologal de que el modelo de la competencia perfecta es el non plus ultra de la felicidad humana. Como concluye Dobb, parece que en este intento de hacer que “el óptimo de Pareto implique mucho más de lo que lógicamente puede hacérsele soportar entran, de la manera más obvia, cuestiones ideológicas”.

El objetivo de fondo de haber “arrojado por la borda” las cuestiones redistributivas era, ni más ni menos, que los economistas ‘cabales y de buena reputación’ pudieran concentrarse únicamente en la maximización del ingreso nacional a través del sacrosanto crecimiento económico del producto interior bruto que derramaría sus benéficos dones sobre el conjunto del cuerpo social. El mismo principio opera, mutatis mutandis, en la machacona justificación de las políticas de expansión cuantitativa de los bancos centrales consistente en afirmar (contra toda evidencia empírica) que tales colosales inyecciones de riqueza a la banca y a las grandes corporaciones iban a derramar sus dones sobre el conjunto de la economía (el llamado efecto goteo o ‘trickle down’) sin extremar hasta el paroxismo los niveles de desigualdad.

Así pues, la máxima normativa implícita en la “imponente” construcción teórica neoclásica prescribe que si las consideraciones distributivas no pertenecen al reino de la ciencia económica es porque el libre juego de las fuerzas del mercado dejado a su albur asigna a cada uno lo que le corresponde. La política se subordina a la idea enraizada de que existe una dimensión autorreguladora –que tiene preeminencia en virtud de su condición apodíctica- en la economía en cuyas leyes “científicas” no hay lugar para la ética.

El progresismo paliativo

Frente a este utilitarismo “despiadado”–que recuerda a la ciencia lúgubre ricardiana- del núcleo duro de la ortodoxia se manifiestan los representantes de la heterodoxia liberal-progresista dentro del mainstream.  Amartya Sen, destacado economista del bienestar  y uno de los creadores del índice de desarrollo humano, podría servir de paradigma de la posición redistribuidora-reformista que cuela consideraciones ético-humanitarias por la puerta trasera de la ortodoxia teniendo eso sí mucho cuidado de no perturbar la solemne magnificencia del “salón principal”. En su magnífico discurso en la entrega del Nobel, el expresidente honorario de OXFAM y gurú económico del PSOE de Zapatero realiza una crítica del modelo ortodoxo centrándose en buscar una grieta en el teorema de la imposibilidad de Arrow (según sus turiferarios, “el economista más influyente del siglo pasado”) que le permita “colar” consideraciones redistributivas basadas en la aceptación de las “dichosas” comparaciones interpersonales de utilidad. Los resultados de “imposibilidad” han sido interpretados como una sentencia de muerte para la posibilidad de una elección social razonada y democrática, inclusive en el área de la economía del bienestar. El teorema niega que sea posible una regla de elección social si se excluyen comparaciones interpersonales de utilidad, es decir, la pureza de la teoría implica el abandono de cualquier consideración redistributiva. En las rendidas palabras de Sen: “Si bien Arrow (tomando como postulado fundamental la eficiencia de Pareto) situó la disciplina de la elección social dentro de un marco estructurado –y axiomático–, conduciendo así al nacimiento de la teoría de la elección social en su encarnación moderna, también profundizó la penumbra existente al establecer un sorprendente –y aparentemente pesimista– resultado de alcance universal. Parecía que las evaluaciones sociales y los cálculos del bienestar social no podían evitar ser arbitrarios o irremediablemente despóticos”.

La enmienda parcial de Sen –que en ningún aspecto pone en cuestión el “individualismo antropológico” ni la estructura socio-institucional imperante- al hegemon neoclásico consiste en la admisión de la posibilidad de introducir comparaciones interpersonales que justificaran la adopción de políticas redistributivas basadas en criterios de elección social no maniatados por el corsé de la “imposibilidad”.  Sus “correcciones éticas” a la implacable lógica del cálculo egoísta tienen la misericorde pátina de las homilías eclesiásticas: “el indigente desesperado que sólo desea seguir vivo, el jornalero sin tierra que concentra toda su energía en conseguir su próxima comida, el criado que busca algunas horas de respiro, el ama de casa sometida que lucha por un poco de individualidad; todos pueden haber aprendido a tener los deseos que corresponden a sus apuros pero sus privaciones están amordazadas y veladas por la métrica interpersonal de la satisfacción del deseo. En algunas vidas, las cosas pequeñas cuentan mucho”. Así pues, todo se reduce a constatar –cual “parto de los montes”- que el concepto de bienestar del cálculo utilitarista (característico de la utilidad ordinal y eficiencia paretiana) no capta la privación de las personas que sufren grandes carencias o están en condiciones de pobreza absoluta o enfermedad careciendo por tanto de preferencias observables de consumo.

Si bien desde una posición más “liberal anglosajona”, el Principio de Diferencia de John Rawls prueba una vez más las limitaciones insolubles de aceptar el marco conceptual del “enemigo” al pugnar por establecer “bases objetivas para las comparaciones interpersonales que permitan, en tanto podamos identificar al representante menos aventajado, evaluar la ventaja individual en términos del control  basada en la maximización de la cantidad de ‘bienes primarios’”. El utopismo de cariz idealista-kantiano implícito en tales crípticas propuestas se condensa en la siguiente caracterización del concepto nodal del egregio filósofo analítico: “los bienes primarios, […] son las cosas que se supone que un hombre racional quiere tener, además de todas las demás que pudiera querer (sic). Cualesquiera que sean en detalle los planes racionales de un individuo, se supone que existen varias cosas de las que preferiría tener más que menos (sic). […] Los bienes sociales primarios son, grosso modo, la libertad política (el derecho a votar y a ser elegido en cargos públicos) así como la libertad de expresión y de reunión; la libertad de conciencia y la libertad de pensamiento; la libertad de la persona así como el derecho de tener propiedad (personal); y la protección contra el arresto arbitrario y el secuestro, tal como es definido por el concepto de estado de derecho”.

Uno de los máximos adalides de la renta básica, el economista y político libertario Philippe van Parijs , destaca la íntima conexión –con sus respectivas modulaciones- entre los distintos enfoques mencionados y otros similares: “La maximización del índice medio de bienes primarios asociado a la peor posición social (Rawls), la igualación de las capacidades básicas (Sen), la igualación de los recursos internos y externos (Dworkin) y la maximización del valor de lo que reciben (en un sentido muy amplio) aquellos que menos reciben (Real Freedom for All) son cuatro formas de tratar de combinar con cierta precisión el anhelo (“liberal”) de respetar la diversidad de las concepciones de la vida buena y el anhelo (“igualitarista”) de respetar los intereses de todos. Una diferencia significativa entre la versión de este liberalismo igualitario que defiendo yo y las otras radica en el hecho de que la primera es compatible con una renta incondicional concebida como algo muy distinto que un mero mal menor, y en que exige incluso su instauración a un nivel substancial, por lo menos en el contexto que definen las circunstancias prevalecientes en la actualidad en las sociedades económicamente más desarrolladas”.

La metafísica idealista y la completa evacuación de las condiciones materiales de producción y del marco institucional de la propiedad privada implícitas en tales teorías de “liberalismo igualitario”–que remiten, bajo el envoltorio laico de la preservación de los derechos humanos al muy cristiano principio de centrarse únicamente en aliviar la “suerte de los más desfavorecidos” sin ningún proyecto emancipador- impregnan las actuales propuestas paliativasrenta básica universal, trabajo garantizado- de la mayor parte de las fuerzas sedicentemente progresistas que bregan en el páramo neoliberal.

Si en el culmen de la inusitada violencia que el neoliberalismo imperialista militarizado ejerce sobre el ser humano y su crucificado planeta, las ideas renovadoras que los partidos políticos y movimientos sociales transformadores esgrimen como motores del cambio social giran únicamente alrededor de la “gobernanza de la pobreza” implícita en la reclamación de tales medidas redistributivo-asistenciales, habrá que resignarse a emitir desconsoladamente la clásica exhortación: “que el cielo nos asista”.


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